Maternidad

La escuela

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G. conoció su escuela y a su guía un fin de semana. Fuimos juntos pero él se fue a pasear con Belén mientras yo me quedé hablando con la directora. Regresó contento, me contó que fueron al río pero que no se metió, que vieron patos y que los acompañó Mochi, el perro de la escuela. Estaba muy contento. 

El primer día volvimos a ir juntos. La inauguración estaba armada como un momento para conocer a los demás padres y recibir indicaciones generales: G. estuvo en su aula con sus compañeros, a solas. Al cabo de una hora pidió que lo llevarán a verme. Al ser el primer día, el ritmo fue diferente. Almorzamos todos juntos, conversamos y, al rato, regresamos a casa. El martes dudó en quedarse pero lo hizo, preguntó mucho por mí durante el día pero no hubo llanto ni inseguridad. Quiso llamarme por teléfono y se lo permitieron. El miércoles y jueves, lo mismo. El viernes, las lágrimas llegaron. Su guía lo consoló y yo me fui con el alma hecha un nudo. A los pocos minutos me llamaron para decirme que todo estaba bien y que no había llorado ni un minuto. No podía dejar de pensar en él, de imaginar lo que sentía y lo que su cabeza buscaba entender.

Todas las tardes llegó cansado y hambriento. Me habló de sus compañeros, de las actividades que hacían, de las frutas que comían. El fin de semana nos fuimos al mar. Regresamos a casa a una hora prudente pero nuestra perra se había quedado encerrada y la casa era un campo de batalla. No podíamos ir a dormir sin antes limpiar. Me demoré demasiado en dejar todo en condiciones higiénicas óptimas.

El lunes fuimos a la escuela. G. estaba un poco adormilado. No quiso quedarse. No quiso bajarse de mis brazos. Probamos a que Belén lo tomara y, mientras lo distraía, yo me fuera. Eso hice. Pero llegué a la puerta y escuché el llanto desconsolado de mi hijo. Era un llanto de dolor. Regresé inmediatamente y me lo llevé a casa. Al día siguiente, la misma escena. Y al tercero, también. Regresaba feliz a casa, me decía que esa era su escuela y que no quería ir a ningún otro lado. Pero también comenzó a llorar cuando lo bañaba, no quería que me separara ni un minuto de su lado porque se enojaba muchísimo. Entonces, la angustia fue compartida y comencé a llorar yo también porque no entendía lo que pasaba; porque no tenía un poco de tiempo para pensar en lo que pasaba; porque tenía un millón de asuntos urgentes que resolver, pero el llanto de mi hijo era lo más urgente; porque no hay nada en el mundo que me quiebre en mil pedazos como verlo llorar. Y así, terminamos llorando los dos, abrazados. Y él, en su inmensa ternura, me secaba las lágrimas y me pedía: ya mami, no llores.

La directora de la escuela me llamó el miércoles, me pidió que fuera a hablar con ella. Así, por fin, pude darme un espacio para analizarlo todo con algo de tranquilidad. Estaba claro que G. la pasaba muy bien en la escuela, el único problema es que no quería separarse de mí. Si yo estuviera ahí con él, no habría problema. ¿Cómo podía quedarse sin mí sin sentirse inseguro? ¿Qué hacer?

Esto fue lo que oí, lo que aprendí, lo que saqué en claro.

La directora fue franca (y se lo agradezco). Me dijo que nunca había visto un caso de un niño amamantado tanto tiempo y -como todos quienes desconocen del tema- se aventuró a proponer lo obvio: que lo destete. De mi parte, absolutamente clara de los postulados de la OMS, solo la escuché sin parpadear, sin hacer ningún gesto. Al ver mi ausencia de reacción, terminó reconociendo su ignorancia en el tema y preguntándome lo que yo creía.

Hay una sola razón que pone irritable a mi hijo, le dije, una sola: el sueño. G. llevaba varias malas noches y no había logrado aún que recuperase las horas perdidas el domingo que regresamos de la playa. Aunque sabía que el mal humor era por sueño, también sabía que me estaba demandando más presencia. Acordamos, entonces, que los días siguientes no lo llevaría yo, lo haría su tío. Así, con una figura de afecto haría una transición más relajada de la casa a la escuela y, además, sabría dónde se queda mamá. G., me dijo, debía sostener su decisión de ir cada mañana a pasar el día con sus compañeros. Y, para darle una figura de apego en la escuela, llevaría un pato como mascota desde el día siguiente (estalló de emoción cuando vio al pato llegar a su vida).

Durante el trayecto de regreso a casa, pensé en mí, en lo que le estaba transmitiendo, en lo que yo pensaría si estuviese en su lugar. Muchas cosas se aclararon. Cuando llegué me estaba esperando. Tenía su carita triste y desconcertada. Nunca lo había visto así. Él es todo sonrisas. Lo abracé fuerte y hablé con él. Le dije que mamá estaba ocupada, pero que bajo ningún motivo lo rechazaba o lo quería dejar abandonado en algún lugar. Que no se preocupara por mí, que yo estaba bien y siempre lo iría a buscar o lo esperaría en la casa. También me di cuenta de que había suspendido las tomas de leche materna de la madrugada (ya duerme de corrido). Así que le dije que mamá no solo era su leche y que no tuviera miedo, que si ya no había leche, mamá seguiría a su lado, acurrucándolo, cuidándolo y queriéndolo, que ese tiempo de los dos se modificaría, pero no desaparecería. Nos abrazamos fuerte. Me preguntó muchas veces qué es lo que había hablado con la directora. Le expliqué que estábamos preocupadas porque él lloraba y no quería quedarse en la escuela pese a lo mucho que le gustaba.

A la mañana siguiente se fue con su tío. Yo estaba escéptica. Él se despidió con alegría y en medio de risas, se subió al auto. Se quedó en la escuela y regresó cansado, directo a dormir, sin teta. Al día siguiente, lo mismo. Esta vez sí me pidió ser amamantado. Tuvimos un feriado largo y volvimos a la escuela después de cuatro días. Se despertó contentísimo, llamó a su tío a preguntarle cuánto se demoraría en llegar. Esta vez fuimos juntos, viendo el paisaje, con Sol, el pato, graznando a todo pulmón. Llegamos. Nos bajamos del auto. Me pidió que lo acompañara hasta la puerta de su aula. Luego, me dijo que quería despedirme en la puerta de la escuela. La abrió, me invitó a salir, se despidió de mí con una inmensa sonrisa y le pidió a su tío que se quedara, que lo llevara adentro. En menos de un minuto, mi hermano regresó y nos fuimos.

Faltan pocas horas para que regrese. Escribo esto con muchas lágrimas buscando la manera de salir porque aún guardo la sensación de que fue una de las semanas más angustiosas de mi vida. No puedo ver llorar a mi hijo, me mata por dentro, me debilita, me anula por completo.

De esta semana me queda claro lo obvio: hay que volver a los básicos: ¿qué lo pone de mal humor? Esa es la respuesta que no falla. ¿Qué ha pasado de nuevo? Eso aporta nuevos elementos. ¿Qué me dicen los demás que pueda darme información? No hay que cerrarse a nada. La novedad en nuestra vida no es que esté yendo a la escuela (aunque también lo es). Lo más importante es que está necesitando menos leche y ese hecho, sumado a la distancia por horario de clases, lo llevaron a pensar que yo ya no voy a estar. Ese elemento lo puso la directora. No era cómo ella lo planteaba, pero sí tenía razón: algo tenía que ver la lactancia. Después de nuestra conversación sincera, mi hijo durmió catorce horas seguidas, ya no tiene recelo alguno cuando me pierdo de su vista, el fin de semana me pidió ir a almorzar con otro de sus tíos, sin mí. Fue y regresó feliz.

Así, en pocos días, mi rutina ha cambiado: tengo más tiempo para mí y estoy contentísima: soy la madre humana de un pato que se llama Sol, que se suma a “la manada” integrada antes por gatos y perra. Además, creo que mi hijo ha comenzado un proceso natural de destete que -estoy convencida- nos llevará un buen tiempo. Esta semana ha sido importante para confirmar que se necesita un pueblo para cuidar a un niño. El tío, las profes, la abuela, la Ara colaboraron para hacernos la vida un poco más amable en medio de la gran tormenta.

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10 comentarios en “La escuela”

  1. Andre gracias por acompañarnos en estos procesos tan duros, tiene mucha razón verlos llorar nos rompe, desde que fueron semillita los llevamos atados por un cordón de amor y como hacer para que no duela tanto.

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  2. Mi Andre tu sentimientos son compartidos, estoy en el mismo bote y cuando lei tu articulo llore nuevamente. Victoria es feliz en su escuelita de 4 horas por 3 dias, pero tomar la decicion para mandarla fue super dificil para mi, ver a mi hija crecer y necesitar de sus «amigosh» como ella dice me hace sentir nostalgia de ver como crece y que ella ahora dice lo que necesita. Mucha suerte con G. y abrazos para ti.

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