
En las últimas semanas, a propósito del inicio de los talleres en línea que dicto periódicamente, escribí una serie de cinco publicaciones que quiero compartir acá también: los aprendizajes que he tenido en la crianza, gracias al método Montessori. Lo haré en dos entregas.
Conocí el método mucho antes de ser madre. Pero solo con mi hijo en brazos, todo me hizo completo sentido, me resultaron absolutamente lógicos sus postulados. Entonces, me certifiqué como guía. Montessori me enseñó muchísimas cosas no solo de pedagogía y crianza, del alma del niño. No alcanzo a resumir en pocas líneas o minutos, todo lo que el método significa, pero sí puedo presentar algunos de los grandes aprendizajes.
Montessori me enseñó, sobre todo, a observar y a oír con atención a los niños. Antes de que comiencen a hablar, su mirada, sus gestos, su llanto, sus movimientos dicen mucho de lo que sienten, anhelan, experimentan y aprenden. Nada de lo que hacen es casual, todo tiene un significado profundo. Por eso, la primera infancia es tan importante para el desarrollo intelectual y emocional del niño.
Cuando ya hablan, repiten lo que escuchan, dicen lo que viven, son absolutamente transparentes. Conforme crecen, basta un clima de confianza, una lectura, una pregunta y los niños dejan ver su historia, sus miedos, la relación con sus padres. Escuchar a un niño con atención nos permite identificar qué sucede en su interior. Mirar sus movimientos, nos visibiliza sus emociones, sus miedos aprendidos, intuitivos o impuestos.Juzgar a los niños, ponerles etiquetas no ayuda en nada. Solo es una manifestación de los prejuicios adultos. Los niños necesitan ser atendidos y entendidos. Cuando sabemos que todo lo que hacen es por un aprendizaje fundamental en su vida, interferimos menos y los dejamos a hacer más.Cada etapa de vida tiene un reto y un espacio para maravillarse de la enorme inteligencia y creatividad infantil. Montessori no es un manual de instrucciones, es una explicación profunda de los porqués de los niños.
Mi segunda gran enseñanza fue que Montessori no es solamente un método pedagógico. Montessori es una filosofía de vida. Es cierto que el método habla de la adecuación de ambientes, la libertad de movimiento y tiene una gran variedad de materiales para enseñarles a los niños todo tipo de materias, pero María Montessori fue siempre muy clara: lo más importante del método es el desarrollo personal del guía, del cuidador, de la madre y el padre.
Si el guía trabaja en sí mismo, se convierte en un faro de luz para el niño. Entonces, se dará cuenta de todo lo que debe mejorar en su interior y en el exterior para no ser una barrera.
La crianza nos permite un camino de transformación poderoso y Montessori responde acertadamente a todas las incógnitas que los bebés nos entregan. En lo personal, he acompañado mi proceso de crianza con una herramienta que me acompaña desde hace más de una década, y que no se contradice con el método, si no que lo refuerza: el yoga y la meditación. Ahí he encontrado el espacio sereno para mantenerme atenta a todo lo que sucede en mi interior y a responder con calma a los retos de la vida.
Montessori explica que el adulto conectado consigo mismo va a ser un observador respetuoso del niño, va a saber cómo ayudarlo en su crecimiento y a solventar sus necesidades de independencia y seguridad.
Así, el guía, la madre o el padre serán capaces de construir sus propios materiales para apuntalar las necesidades cognitivas y motrices de los pequeños. Van a adecuar los espacios para que el niño los recorra sin interferencias, para que experimente y aprenda. Todo se vuelve simple, lógico y coherente.
Por eso, Montessori nos cambia como adultos, porque nos conduce a conocernos en todas nuestras facetas y nos hace entender esa gran máxima del método: el niño es el maestro, no hay una verdad más contundente. Los adultos en nuestra necesidad de control, creemos que somos los llamados a educar, enseñar, intervenir, moldear al niño, pero -en realidad- el niño viene a enseñarnos lo que hemos olvidado: a escuchar nuestra intuición, a reconocer nuestra sabiduría interna, a hacerle caso a nuestras necesidades más auténticas.
Por eso el niño es el maestro, porque sabe escuchar a su cuerpo y dirige todo su aprendizaje a cuestiones fundamentales y significativas. Aún me sorprende -por ejemplo- la facilidad con la que un niño rechaza los alimentos que no le hacen bien. Recuerdo dos casos en mis grupos: Lorena no quería comer manzanas y David rechazaba las frutillas. Ambos tenían alergias a esos alimentos. Y qué decir cuando los bebés que comienzan -sin que nadie se los diga- a pegarse más al pecho materno para aumentar la producción de leche, ante la inminencia de su crecimiento.
Todo bebé recién nacido mueve insistentemente sus piernas y sus brazos porque se está preparando para el gateo. Así como, en su momento, hará sentadillas para fortalecer sus muslos y comenzar a caminar. Los niños no dudan de lo que su cuerpo necesita.
Pero también saben escuchar su ser: acercarse a sus emociones y manifestarlas sinceramente, dejarse asombrar por las maravillas del mundo, asumirse como parte del universo, amar sin condiciones.
Los niños tienen un maestro interior y lo siguen. ¿Qué requieren de nosotros, los adultos? Que sepamos volver a ese espacio de absoluta pureza, que los podamos guiar en su aprendizaje del mundo, que les enseñemos a hacerlo por sí mismos, que confiemos en su intuición, que reconozcamos que la vida es un aprendizaje continuo. Por eso, el adulto es un guía y lo más importante es el trabajo en su desarrollo personal. Es lo que el niño más necesita. Ese es el espíritu del método Montessori.
Si quieres conocer más, inscríbete en los talleres, hay una oferta vigente hasta el lunes 17 de junio. La información está aquí.
Continuará…
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