
Hace seis años no podía ser madre. Llevaba algún tiempo intentándolo, deseándolo, anhelándolo. Cuando me preguntaban por qué quería ser madre, mi respuesta era siempre la misma: es un proceso que quiero vivir, una responsabilidad que quiero tomar. Muchas cosas pasaron: exámenes que demostraban que no había ningún problema físico, una inseminación que no funcionó, una relación que naufragaba. Y, entonces, decidí ir un poco más allá: preguntarme por mis bloqueos y miedos, recuperar mi historia personal.
Hace seis años decidí inscribirme en un curso de Kundalini Yoga enfocado en el embarazo y el posparto. Este taller tiene una estela, una marca: del grupo de mujeres que pasa por él, dos o tres quedan embarazadas. No pude terminar todos los módulos porque -efectivamente- a los pocos meses, mi amado G. se instaló en mi vientre. En total, del grupo, al final, cinco de nosotras fuimos madres. Cada una enfrentando un poderoso viaje a su interior, al tronco del que venimos, a la madre que queríamos ser.
Este año regresé al taller. Voy a las clases con mi niño que se dedica a correr por la sala, a meditar conmigo o pasar horas construyendo trenes, casas y animales con sus legos. Todo es diferente ahora. No solo por su compañía, sino por lo que veo de mí misma, porque comienzo a revisar el relato de mi propia maternidad, porque analizo los miedos, las situaciones de estrés que suelo negar y porque comienzo a verme al futuro.
Si antes fui para entender por qué no podía tener hijos, hoy lo hago para continuar acompañando a las madres que llegan a mi vida, en este viaje sin retorno a lo más íntimo de cada una. Pienso en mi recorrido y en el de ellas: me recuerdo asustada con un niño en brazos, sintiendo el miedo que mi madre sentía conmigo en el regazo, en un momento similar y que se vuelve -extrañamente- paralelo. Estos años de maternidad han sido un paseo por mi infancia, ha sido asumir mis dolores y temores, lo que simplemente no quiero repetir porque soy consciente del daño ocasionado.
Pienso en mí, pero también recuerdo tantas historias: la de I., por ejemplo, que con depresión posparto, sintió rechazo hacia su pequeño bebé, como un camino para volver al momento exacto en que su mamá decidió darla en adopción, y -entonces- pedir ayuda, vaciar la angustia, flotar por encima del dolor y recuperarse de sus primeras heridas mientras abrazaba fuerte a su hijo y comprendía el origen de sus emociones.
En cada clase, acaricio en silencio cientos de historias de madres, sus dudas, sus culpas, sus angustias y también -sobre todo- su fuerza, su coraje, su valor. Maternar es maternarnos, es abrazarnos y llenarnos de paciencia y compasión hacia nosotras, en medio de la rabia, la pena y la tormenta.
Durante casi cuatro años, he acompañado a muchas mujeres en su ruta de crianza. Llevo al menos un año preguntándome qué hacer para acompañarlas a ellas, más allá del cuidado a sus hijos. Con ese objetivo, regresé al taller que mi propia maternidad dejó en pausa. Y en ese espacio encuentro todo aquello en lo que creo: la sabiduría, las respuestas, las herramientas.
Me veo en cada mujer y la entiendo completamente: la que no quiso ser madre, pero es capaz de crear mucha vida a su paso; la que no pudo ser madre y lo acepta o comienza un duelo; la que ha perdido hijos, la que no siente nada por sus hijos, la que duda, la que se contradice, la que siente miedo, la que piensa que cualquiera es mejor madre que ella… Todas mujeres poderosas, sabias, auténticas. Mujeres humanas, profundamente humanas, dispuestas a cambiarse a sí mismas y a transformar su mundo.
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