Los bebés lo perciben todo. Igual los niños. Y también nosotros, los adultos. A veces lo llamamos intuición, pero -en definitiva- se trata de una lectura al registro o a la respuesta que obtenemos del otro. Nosotros partimos ya de muchas interpretaciones, lo cruzamos con nuestras experiencias y criterios. Pero a los niños, a los bebés, entender nuestras actitudes les puede causar dificultad y sufrimiento.
En el experimento de la cara plana, una mamá juega con su bebé, responde a sus balbuceos, se ríe con ella, regresa a ver lo que señala con su dedito. Y, de repente, la mamá se pone seria, mira a su hija, pero no responde a ninguno de sus pedidos de interacción. La bebé lo intenta todo y termina llorando. Entonces, la madre regresa a sus respuestas habituales: la consuela, le sonríe, la bebé se calma y regresa su alegría. En el mismo experimento con un papá y sus gemelos, pasa algo similar: los bebés de una actividad notable, se van apagando poco a poco, y no dejan llamar la atención del padre. Se nota cuánto los apena que él no se dé cuenta de ellos. Cuando vuelve a hablarles, la alegría de los gemelos retorna.
Eso pasa con los niños: son felices interactuando con los adultos que los cuidan. Pero si no obtienen respuestas, si los ignoramos o rechazamos, se aíslan y se apagan un poco. Como los niños tienen la capacidad de volver a sonreír cuando la interacción se retoma, solemos decir: “no pasa nada”, “los niños lo superan rápido”, “ya se olvidó”. Si estos episodios se repiten, los niños se acostumbran a ello: saben que no obtendrán lo que quieren, hagan lo que hagan no serán atendidos emocionalmente. Si mostrar su sufrimiento no sirve de nada, aprenden a no manifestarlo. Así, comienzan a crearse las heridas emocionales, la soledad y el sentimiento de abandono.
Recuerdo un día en que tuve que dejar a mi hijo dormido y salir. No iba a regresar a tiempo para cuando se despertara de su siesta buscando ser amamantado y dormir unos minutos más. Tenía dieciocho meses. Se iba a quedar a cargo de la persona que nos ayuda con el arreglo en la casa y a quien él quiere mucho. Efectivamente, se despertó. Ella acudió a su llamado, le explicó que yo no estaba, que volvería pronto. Él se dio la vuelta, encontró consuelo en sí mismo, se autoreguló moviendo sus piecitos y se quedó dormido. Cuando volvió a despertarse, me encontró a su lado. Lo primero que hizo fue lanzarse a mis brazos y llorar muy enojado. Le expliqué lo que pasó y lo consolé. Al rato ya estaba riendo. Este episodio no me llevó a concluir que estaba listo para dormir solo, o que el autoconsuelo era suficiente. No, todo lo contrario. Sabía que ese cambio no le gustó, le generó temor y le dolió no tenerme cerca.
Las otras veces que hemos tenido situaciones similares se dan algunos escenarios: de plano me dice que no quiere que me vaya, se despierta cada tanto y comprueba que yo esté en casa; lo acepta, me pregunta cuánto voy a tardar y duerme toda la noche; o se apena, pero lo entiende. Si se da el primer caso, siempre, siempre, me manifiesta su malestar.
De igual manera, si estoy con mucho trabajo, o si necesita un poco más de atención de mi parte, me involucra en sus juegos o me pide ayuda con recurrencia. En general, necesita más de mi apoyo y contención cuando está en algún aprendizaje nuevo de cualquier tipo: cognitivo, motriz, emocional. Requiere mi presencia para que lo acompañe en el tránsito. Una vez que recibe lo que necesita, es capaz de hacer es actividad solo con seguridad y autoconfianza. La contención no la resuelve la escuela porque la maestra debe compartir la atención y cuidados con muchos más niños. Las mamás de dos o más saben lo complejo que puede ser lograr que ninguno se sienta relegado.
Es curioso que muchas veces queramos que los niños se comporten como un adulto de veinticinco años, poseedor de una gran fortaleza emocional (y eso que muchas veces los adultos nos comportamos como niños caprichosos) y olvidemos todo lo que necesitan aprender para llegar a la meta de la madurez emocional (¿cuántos adultos a su alrededor creen que lo han logrado?).
Los niños necesitan aprender a funcionar en el mundo, periodos de adaptación y acompañamiento adecuado y sereno. Como nosotros cuando nos enfrentamos a una nueva cultura o a un nuevo trabajo. Como Wounda y los chimpancés que la fundación Jane Goodall regresa a la selva: recibe contención durante el trayecto, al llegar se acerca a su cuidadora, observa el entorno, Wonda abraza a Jane para despedirse de ella, que -junto a su cuidadora- lo acompañan durante un tiempo con su presencia silenciosa, miran que se vaya familiarizando con su hábitat, que se anime a volver a la selva. Y esto pasa con un chimpancé que vuelve a casa, pero aún nos sorprende que nuestro niño pequeño llore porque debe quedarse en la escuela o que le afecte algún cambio en su vida o en su rutina. Quizás aumentemos nuestra comprensión y empatía si nos acordamos de el apoyo que necesitó Wonda, o del tiempo que nos tomó entender cómo funcionan las cosas en un nuevo trabajo, o lo mucho que extrañamos a nuestros seres queridos cuando hicieron un viaje largo, o lo doloroso que es que alguien que queremos no nos entienda, no nos registre o nos haga la ley del hielo.
La herida del abandono emocional puede volverse muy profunda. De niños la aceptamos y nos adaptamos. Pero de adultos, llega un momento en que nos damos cuenta de la herida y de todo lo que influyó en nuestro carácter y personalidad. Muchas veces lo entendemos solo cuando somos padres: ¡¿Cómo pudieron hacerme esto?!, nos preguntamos admirados. Sí, podemos entender las circunstancias y los razonamientos, nos alivia saber que no fue maldad, pero aún así, nos toca trabajar en ello, en todo lo que nos ocasionó la falta de respuesta emocional, que ningún adulto a nuestro cargo haya podido percibir cuánto nos afectaba uno u otro comportamiento o suceso en nuestra vida. Obtener esa contención, respuesta y empatía siempre hará la diferencia para el futuro, para la historia y el ser que nuestros hijos están construyendo.
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