Duele el parto. Y duele también la cesárea. Duelen los pezones sangrantes. Duelen las noches sin dormir. Duelen las dudas, los reproches, las comparaciones. Duele el cansancio, la falta de tiempo, el cambio de prioridades. Duele sentirse un poco perdida. Duelen las ganas de salir corriendo. Duele quedarse quieta. Duele perder la paciencia. Duele cuando se lastiman. Duele cuando les duele. Duele cuando los extrañas, cuando no los tienes, cuando los pierdes. Duele no entender nada. Duele salir a trabajar o decidir no hacerlo. Duele ver a todo el mundo seguir con sus metas. Duele mirarse al espejo con los kilos de más o los de menos. Duele quejarse, duele quedarse en silencio.
¡Duelen tantas cosas cuando se es madre! Conforme pase el tiempo dolerán otras: sus caídas físicas, emocionales o morales serán desafíos mayores y habrá que enseñarles a levantarse, sonreír y agradecer el aprendizaje. Pero antes, nosotras, debemos hacerlo porque cada dolor nos hace grandes. Y cada dolor por las heridas de los hijos es nada más que una huella del amor que una siente.
Pero no duelen los hijos. Duelen las circunstancias. Si supiéramos –con anticipación- que es así, que es normal el dolor y que supone también la dicha y el regocijo, la paz y el recogimiento, entraríamos a la maternidad con la sabiduría de las ancestras. Pero hay algo que ha impedido que compartamos la experiencia. Conozco también muchas madres que afirman que no ha pasado nada o no ha pasado mucho. Pero aquellas a las que la maternidad nos abre un portal de misterios necesitamos encontrarnos a nosotras mismas, rearmarnos, redefinirnos y apoyarnos unas a las otras.
No es un drama, no, no lo es. Es una realidad. Muchas nos sentimos pequeñas e inseguras con un niño en brazos. Otras experimentamos la gloria y la gracia pero también la responsabilidad y la necesidad de estar presentes en cuerpo, mente y alma. A otras nos rebasa, nos parece que no vamos a poder, nos gana el miedo y preferimos alejarnos un poco de tanta vulnerabilidad y optamos por lo que sea que nos regrese, de alguna manera, al estado anterior. También hay a quienes todo esto les es extraño y no hay cuestionamiento de nada. Y hay otras que sentimos todo junto.
Con los hijos, aquello que iba deprisa comienza a ir lento. Recuperamos la capacidad de asombro, la atención a los detalles, nos maravillamos con cada descubrimiento. La historia de la humanidad, su evolución, pasa ante nuestros ojos en dos o tres años: el manejo del cuerpo, el aprendizaje de la pinza (¡qué importantes son los pulgares!), la capacidad de abrir la mano o estirar el brazo, la posibilidad de saltar en ambos pies, de patear, de golpear. Nos descubrimos como homo erectus en la mirada fascinada del niño que se yergue por primera vez; somos de nuevo homo sapiens cuando vemos cómo experimentan la explosión del lenguaje y se lanzan a hablar; recuperamos la fascinación por las letras cuando ellos descubren que esos sonidos se pueden materializar (¡qué belleza!); vemos la magia que supone descubrir el fuego, conquistar montañas, recorrer el mundo.
¿Y entonces? A disfrutar del viaje, del recorrido por la historia. El mundo no se detiene pero podemos superar la mirada en las metas materiales y pasar a valorar más este tiempo de maternar que no volverá y las muchas lecciones que deja. Si hay algo que agradezco profundamente es haberme encontrado con muchas, muchísimas personas, hombres y mujeres, que cuando les contaba que estaba dedicada a ser madre sonrieron y me dijeron: ¡Es lo mejor que puedes hacer! Siempre fueron personas con más de cincuenta años que sabían lo que habían disfrutado o no de su tiempo de ser padres. Por eso, con tal consciencia, rechacé trabajos, tomé solo aquellos que me permitían estar con mi hijo o llevarlo conmigo, cambié de oficio y me inventé un millón de alternativas para seguir a flote económicamente. Cuando siento que me desmayo porque los ingresos se vuelven escasos y pienso si ya es tiempo de pasar sin mi niño unas horas, no falta quien sonría y me pregunte: ¿Estás segura? ¿Crees que ya es tiempo? No, no lo es. Aún tenemos mucho que hacer y disfrutar antes de que la escuela necesariamente se instale en nuestras vidas. Maternar fue mi decisión. Una decisión que tomé sin dolor y que me ha traído profunda alegría. Y escribo todo esto no porque lo dude sino para recordárselo a las muchas que, como yo, crían niños y a veces sienten que el mundo se les viene encima.
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Hay momentos dolorosos. Lo que peor he llevado siempre son «las opiniones» que se reciben gratuitamente sin haberlas pedido. Pero he aprendido a pasar de ello, no quiero dedicarle más tiempo del que merecen. Tengo muchas anécdotas que contar, igual más adelante compartiré un post. Te invito a seguirme!! Un saludo!
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