
Mi hermana llegó de visita. Hace tres años que no la veía sin que medie la virtualidad. De su visita me queda la alegría de su conexión con mi hijo. La distancia geográfica no nos separa cuando dejamos que el otro exista en nosotros. Agradecí su preocupación por saber lo que a él le gusta: antes de llegar, vio todas las películas de Cars para estar a tono con sus intereses y conversaciones, escuchó sus canciones favoritas, y se puso al día con las historias que le gusta leer. Él se sintió cómodo y seguro inmediatamente. Ella pasó sus días al ritmo que impone un pequeño de tres años: sus urgencias, sus gustos, sus pedidos, sus tiempos.
Cuando llegaba la noche, cuando el niño dormía, ella y yo nos contábamos aquello que necesita hablarse hasta encontrar el núcleo, lo que –por el apuro- queda colgado en el día a día. Y ahí salieron algunas de mis verdades. Estoy cansada, profundamente agotada, le confesé. Llevo semanas con mucho trabajo y una situación poco ideal: mi hijo está de vacaciones, le dije. (Hasta hoy, no hubo actividad curricular a la vista).
Si alguna vez no entendí ese aparente alivio de tener a los hijos fuera de casa, hoy me queda más que claro. No, no se trata de no querer estar con ellos. Bueno, diré en mi defensa que hasta los treinta meses pasamos juntos 24/7. Tampoco es falta de cariño. Lo último, no amerita explicación. Es la simple necesidad de dedicarme por un tiempo ininterrumpido a mis pensamientos propios, al sueño acumulado, a los libros no leídos, a escuchar a los amigos, al trabajo, a escribir.
Es duro criar sola, no tener a quién darle la posta. Pero también sé que no todos suponen una ayuda. Muchas veces, las abuelas, los papás o la familia, más que colaborar, generan caos. No en vano, las guarderías se vuelven una solución. Y, pese a todo, tantas veces, por necesidad, no queda otra que recurrir al caos. Suerte de quienes pueden contar con una ayuda empática y efectiva, que concilian todos sus mundos y los hacen funcionar a la perfección. Creo que, a la final, todo es apariencia. Un poco para darnos esperanza o envidia. Aunque sabemos que es una fantasía, que no existe, que es un esfuerzo por quedar bien, tenemos ganas de que sea cierto, de que efectivamente exista alguien que tenga todo resuelto y nos dé la receta. Pero el mundo real es lo que es. Y está bien que así sea. Por más que busquemos, no hay manual. Construimos nuestras propias respuestas.
De eso hablaba yo con mi hermana. Le contaba las ganas que tenía de un cuarto propio, de un espacio a solas de larga duración, de la necesidad de un tiempo para mí, de salir de esta situación de casi aislamiento en la que me encuentro, alejada de todo y de todos quienes forman parte de mi historia. Y le explicaba que nada de eso se contradecía con el profundo amor que le tengo a mi hijo, de lo mucho que disfruto estar con él, de que es de mis personas favoritas en el mundo, pero no se trata solo él, también soy yo. Y hay un yo que comienza a pedir más atención. Y, otra vez, cuando comenzaba a rizar el rizo, a explicarle que eso no supone que quiera dejar de ser madre, ella zanjó: “¡Qué tiene que ver lo uno con lo otro! ¿Por qué te disculpas?”
Sí, apareció la trillada culpa de las madres. Esa que no te deja tiempo ni para desear porque ya te estás justificando. Pero el tema no es nuestro, es un asunto social. Ser madre (y también decidir no serlo) es una cuestión política. La crianza no es un asunto menor. El problema no es que no sabemos conciliar, el punto es que no tenemos derechos para hacerlo como queremos y disfrutar del proceso. Vamos por ahí peleando por el tiempo, justificando las ausencias, enjuiciando por alimentos y exigiéndonos ser la madre, la esposa, la amante, la trabajadora ideal. Ideal para el otro, pero no para nosotras mismas. Y si pensamos que no, que sí es nuestro ideal, saquemos una lista de nuestros argumentos y veremos que, en realidad, se trata del ideal que la sociedad clavó sobre nosotras, respondemos a lo que se espera que hagamos y nos hemos creído el cuento de una falsa autonomía, sin muchos cuestionamientos. Nos queda también como objetivo, no caer en la trampa.
Y, así, entre el cansancio de los días sin escuela y el exceso de un trabajo que disfruto, llegaron a recuperarme la fuerza y la motivación. Necesitaba reencontrarme con mi discurso, con mis cimientos. Seguiré aquí escribiendo, aunque a nadie le guste, aunque solo sea para mí misma. Este es mi espacio. Y lo haré siempre clara de en dónde me sitúo, aunque resulte incómodo: siempre al lado de las mujeres, en defensa del derecho a maternar, y creyendo en que una niñez alegre y una crianza libres son posibles y urgentes. Para que, en pocos años, nosotras ni siquiera tengamos que pensar mucho en estos temas y ellos tengan tan superados los estereotipos de género, que sean quienes compartan la crianza no como un deber sino como un derecho.
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