Maternidad

Pienso palabras

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Domingo en la noche. Pienso en las palabras. Pienso en su fuerza, en su capacidad para edificar y para derrumbar. Pienso en la emoción que contienen, los sentimientos que evocan, los recuerdos que resucitan, arrastran o develan. Pienso en palabras, en su versatilidad, su música y su belleza. Pienso en la historia que encierran, en su simpleza y su complejidad. Pienso en la cadencia de océano, la potencia de mar, la suavidad de ola. Pienso en la explosión final de dinamita, la artillería que se manifiesta en guerra, la dureza que se esculpe en piedra. Pienso que estamos hechos de palabras: las que aprendemos, las que oímos, las que decimos, las que nos dijeron, aquellas que gritamos o las que nos escupieron con furia. Esas palabras que nos construyeron sueños o nos volvieron cenizas. Pienso en palabras, solo pienso.

Esas que me gustan más allá de su significado: cariño, humo, lluvia, cielo. Esas que con solo oírlas, me tiembla el piso: hijo, alma, aliento, hoy. Esas palabras que asustan: incompleto, ausencia, luto. Hay cientos de miles de palabras, todas precisas, todas capaces de ser moldeadas en miles de millones de posibilidades, de transmitir las emociones más profundas y las más superfluas.

Domingo en la noche. Pienso en palabras. Pienso en Efraín y en su hijo Pedro. Pienso, leo y releo uno de los poemas más bellos, de los sollozos más tiernos que se le puede dedicar a un hijo. Pienso en ellos, en sus adioses y sus reencuentros. A medida que los pienso, los leo y los releo, me decanto y me avergüenzo de otras palabras y otros contextos. Esas que se dicen para denostar, para hacer de menos. Esas que se pronuncian desde el pedestal de nuestros muros virtuales, esas que nos hacen creer que toda opinión aporta y que mi libertad de expresión es un bien que no merece inventario, ni límite, ni consideración por los demás.

Pienso en Efraín y el majestuoso refinamiento de su sollozo por Pedro. Sigo pensando y me entristezco porque sé que hay una orilla, otra, en donde se sueltan las palabras como látigos, palabras que acusan, juzgan y desprecian. Se le quita el tono dulce a las palabras para hacerlas sonar como metrallas, para derramar ira, para querer ganar la partida. Palabras que llegan y que son atrapadas en el aire, repetidas y relanzadas por unos pequeñitos que, en lugar de aprender de la bondad, escuchan más sobre la intransigencia, la ira y la imposibilidad de diálogo.

Estamos hechos de palabras. ¿De qué palabras estamos hechos? ¿Con qué palabras moldeamos la hechura de los otros, de los nuestros?

 

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