Uno de mis defectos más grandes (ya verlo como defecto es un logro) es recriminarme. Llevo días, semanas, cuestionándome por qué no escribo y criticándome por ello. He pensado de todo: que ya no quiero hacerlo; que me siento muy cansada; que tengo un millón de temas sobre los que quiero escribir, pero no encuentro el tono adecuado para traerlos al blog; que me siento un poco frustrada, bajoneada, desanimada. Doy vueltas y vueltas sin encontrar una razón que me satisfaga. Lo único cierto es que comienzo cada día con el deseo de hacerlo, de sentarme y escribir (lo disfruto tanto), pero termino la jornada sin acercarme siquiera a la hoja en blanco.
El deseo no se convierte en intención, menos aún en acción. Y, poco a poco, se vuelve desazón, desesperanza, desconsuelo. Solo me quedo con las ganas de que el deseo no exista, porque entonces no tendría nada que anhelar. Suena triste. Frustrante. Y así me he sentido.
Estas últimas tres semanas estuve en el límite del desasosiego. Me llegó la gripe del cumpleaños (ya hablaré al respecto) que pronto se convirtió en bronco-laringitis. Días de fiebre y dolor. Así, tuve que viajar y llevar a mi hijo de paseo para que pudiera, luego, acompañarme sin aburrirse durante dos días de taller (el motivo de mi viaje). El cambio de clima me ocasionó una sinusitis que aún arrastro. En medio de esto, tengo una muela con bacterias (me tienen que operar), pero no se pudo porque la gripe llegó primero y me cambió los planes.
Cuando comenzaba a contar los días para decirle adiós a mis males gripales y, entonces, encontrar el tiempo y la energía para sentarme a escribir, me desperté un día con mi hermosa perra sin poder caminar. Tras tres días en el veterinario, idas y vueltas de exámenes, sondas para ayudarla a evacuar, hoy (nunca pensé que diría esto) sonreí al ver el patio lleno de su orina. Tiene un tumor en el riñón que le causó una infección de vías urinarias y por eso no podía caminar ni hacer pipí. Hoy, ya volvió a ser la misma loba alegre de siempre. Tiene ocho años y problemas de corazón. Confieso que temí lo peor.
Pero, así como la vida -aún- nos quiere juntas a Matilda y a mí, también me tenía reservada la guinda del pastel, como para mantenerme despierta. Quería yo un domingo tranquilo después de que el veterinario me diera un diagnóstico alentador, pero no: un fallo eléctrico en mi casa me dejó sin luz. Vino un técnico y dejó todo a medias, momentáneamente hasta que la empresa eléctrica arreglara el daño en el poste. Llegó la empresa y no pudo deshacer lo que hizo el técnico, quien no contestaba su teléfono. Ya nada.
Hoy abrí el ojo sintiendo que el eclipse me había tomado a cargo, que mi amado Plutón estaba jugando sus cartas de misterio conmigo, que Saturno (¡ay, Saturno!) aún me envía lecciones de paciencia. Me desperté a desahogarme con una amiga a golpe de tecla. A decirle que estaba en fase eclipse, gritando: ¡ya basta!, que llevaba tres semanas atascada y que a ver si la luna nueva me traía vientos de renovación. Después de reírnos un rato: mi amada Matilda me pidió salir de paseo, el técnico llegó y me devolvió la luz, pude comer caliente, trabajé durante horas, ahora mi hijo hace una siesta y, por fin, me senté a escribir. Lo que sea, pero escribir. Para mí, ahora mismo, mi mayor pedido es no volverme a recriminar, porque muchas veces mis intenciones no llegan a puerto no por ausencia de voluntad o falta de anhelo, a veces -simplemente- no tengo tiempo. Y estas semanas llenas de imprevistos y desesperación, me regalaron el mensaje de verme a mí misma en todo lo que sí estoy haciendo.
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