Creo que Valentina, mi vecina, tiene siete años. En realidad, nunca la he visto. He oído su dulce voz de niña un par de veces y eso me hace suponer su edad. Como pronuncia bien cada palabra, sé que no tiene menos. Tal vez más. La otra pista es que sé que va a la escuela.
Solo cuando Valentina no está, su mamá deja de gritar. Si la pequeña está en casa, el vozarrón que brama su nombre traspasa las paredes y retumba en las habitaciones de la mía. A veces, los chillidos me han despertado muy temprano, no importa si es día laborable o fin de semana. Mi vecinita recibe gritos y reprimendas todo el día. ¿Qué hace me pregunto? Nunca he oído que se le caiga algo, nunca ha alzado su voz. Nunca he escuchado su risa, solo su llanto quedo, bajito. ¿O quizás los gritos no dejan oír nada más? ¿Puede haber algo más triste que un niño que no sepa reír?
Cuando se acercaba el Día de la Madre, me imaginaba a Valentina decorando la tarjeta que seguro la obligaron a hacer en la escuela. Pensaba en ella armando corazones y en lugar de pedir que ya no le griten, tuvo que escribir te quiero. Ese domingo tampoco pararon los gritos. Cuando llegó el regalo no hubo gratitud, lo que recibió a cambio fueron reproches. “A ver si te portas bien”, le dijeron. “Sí mamá”, respondió.
Pero esta historia no es nueva. Hace seis años que Valentina ya no es mi vecina. Ya no vivimos en la misma ciudad. Sin embargo, nunca he dejado de pensar en ella. La realidad no me lo permite, no me han faltado vecinos viviendo situaciones similares.
He visto niños llegar de la escuela dando brincos de entusiasmo y nada más pasar la puerta ser correteados, látigo en mano, porque dejaron la mochila en el piso, tenían un zapato sucio o cualquier nimiedad que provoque a los adultos a su cargo, desfogar su ira y frustración, demostrar su poder y exigir respeto. En pocos segundos, la casa deja de ser hogar y refugio.
Ahora mismo, llevo días escuchando insultos y golpes destinados a un niño. No sé bien de dónde provienen. La furia atraviesa los mismos muros que esconden a su emisario. Hoy, esos golpes llegaron antes de que amanezca. Un niño recibía golpes a las cinco y treinta de la mañana. ¿No hizo la tarea? ¿No se despertó a tiempo? ¿No dejó listo su uniforme? ¿Hay acaso alguna razón suficiente para pegar a un niño?
Estoy convencida de que hay desconocimiento: la inmensa mayoría no sabe que es un delito pegar a los hijos. Aunque sí sabe que es un delito pegar a una persona. ¿Es decir, los hijos no son personas? ¿O más bien los hemos convertido en pertenencias sobre las cuales podemos actuar? ¿Así justificamos nuestra incapacidad de respuesta emocional adecuada? ¿Así nos libramos de culpas? ¿Así, desahogando nuestra ira contra el cuerpo de otro? ¿Un cuerpo que -aparentemente- es de nuestra propiedad porque asumimos que es nuestra creación? Tampoco es de extrañar que tengamos la costumbre de desfogarnos de la peor manera: cuando nos comportamos mal con alguien solemos pedir disculpas y explicarles que “no hemos tenido un buen día”.
Sé que este niño que recibe golpes e insultos se defiende. ¿Cómo? Con miradas. Ya he oído que le reclaman porque hace gestos que desafían a quienes intentan que viva con miedo. Menos mal, pienso. Ese niño sabe que ese trato no es lo que merece. Si se aferra a ese hilo de consciencia, no todo está perdido. Ahora, lo imagino en la banca de su escuela, inquieto, sin capacidad de concentración, buscando maneras de canalizar su tristeza, su indignación. Volviéndose -quizás- el niño problema que los maestros no entienden, del cual ponen quejas a los padres y estos encuentran más “razones” para golpearlos. Y, así, la rueda sigue girando: la del silencio, la indiferencia, la violencia y las razones que la justifican.
Hoy llamé al 911. Pedí que viniera la policía especializada. No pudieron. En el espacio que vivo no hay numeración ni nombres de calles. Debo poner la denuncia personalmente, me informaron. Debo traerlos de la mano, señalar la casa, decir quién fue. Debo descubrir dónde exactamente se produce el horror.
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