Hace varios años, llegó a mí información sobre las guarderías del Estado. En su mayoría, el ministerio a cargo había hecho convenios con centros infantiles ya existentes para que brinden ese servicio y, así, ampliar la cobertura. El currículo oficial establece la adecuación del establecimiento por rincones y la planificación diaria de actividades para conocer los progresos. Los espacios no cuentan en su mayoría con áreas verdes o actividades al aire libre, la mayoría de materiales son de plástico y hay muchos juguetes tradicionales. Aunque los ministerios propugnan algo diferente, la realidad es otra cosa. Hay mucho por criticar, por hacer, por transformar. Resulta fácil indignarse ante la carencia.
Hace unas semanas conocí guarderías públicas en una gran ciudad de la Costa. Y cuando uno ve la realidad más allá del papel o la pantalla, todo es radicalmente diferente. Sí, son espacios pequeños, llenos de cemento, con juegos destartalados, en donde dos niños duermen en una cama y en lugar de jugar hacen siestas de hasta tres horas. Lo único vivo a más de ellos y sus cuidadoras es un árbol solitario que les da sombra en los momentos de mayor calor. Contado así todo es triste, pero hay más.
Quienes están a su cargo son mujeres muy pocas (las menos) con estudios especializados. Las mujeres hemos tenido y seguimos teniendo el cuidado de los otros como una responsabilidad social de la que se reflexiona poco y ante lo cual se hace nada. Ese trabajo les da a ellas el ingreso que necesitan para sostener su familia.
Las oí hablar durante horas. Me contaron de todas las dificultades que tienen para hacer su trabajo: los insumos que no llegan y que ellas deben comprar, desde lo básico como papel higiénico, hasta menaje para que los niños tengan donde comer. Hace mucho que no reciben capacitación en nada. Cada cierto tiempo llega de visita algún funcionario ministerial para dar ciertas directrices, casi siempre el burócrata en cuestión tiene su base de acción en la capital. Sí, el centralismo tiene tentáculos gigantes, aparentemente invencibles, y como buen pulpo se mimetiza para no ser descubierto. Ellas, las cuidadoras, como lección de vida, eligen como parte de los recorridos los lugares más complejos y con las realidades más crudas para que sus visitas (sus jefes, en rigor) aprendan a mirar más allá de su escritorio.
Estas mujeres y estos centros, así, en las condiciones que describo, son lo mejor que tienen estos niños. Ellas hacen lo que nadie más: les curan gripes o los llevan a los centros de salud, les cantan, les leen cuentos y les enseñan a hablar; los reciben aunque lleguen atrasados, los dejan dormir en silencio porque es su momento de sosiego, los bañan, los peinan, los hacen reír. Ellas les dan el cuidado que no reciben en sus casas. Porque esos niños crecen en medio del tráfico de armas, el consumo y la venta de drogas, la delincuencia organizada. Estas mujeres caminan por esas calles todos los días. Aunque llevan el miedo atravesado, saben que son un pilar de la comunidad y nadie atenta contra ellas: nadie les hace nada porque si no, entonces, quién cuidará a los niños.
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