Maternidad

Una cuna…

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Mi papá murió un 25 de noviembre hace trece años. Él era muy creyente. En Navidad, debíamos organizar la primera misa en su recuerdo. Supe entonces que las misas, en esa fecha, solo pueden ofrecerse al niño Jesús (mi catolicismo es básicamente una herencia cultural), pero el sacerdote que lo acompañó ofreció una misa especial para él en una pequeña capilla. No recuerdo lo que dijo en su sermón, pero sí lo que entendí, sin que lo dijera directamente: hay un Jesús en cada uno de nosotros, un ser capaz de renegar, de morir y de resucitar, de encontrar la confianza y la determinación suficientes para avanzar y asumir los aprendizajes de la vida, para no permitir que las heridas causadas por otros nos marquen de tal manera que nos perdamos de vista.

Y pensé, entonces, en las historias de dolor que mi papá superó y también en aquellas ante las cuales no pudo ser resiliente. Recordé todo esto, ahora, porque lo primero que leí en la mañana fue una nota que me llevó a pensar en los pequeños que nacen cada día en portales, en los millones de jesuses que asumen enormes desafíos y en el mundo que piensa que los vacíos se pueden cubrir con regalos.

Hace un mes comenzó a funcionar Cuna de Vida, un proyecto que las hermanas benedictinas misioneras llevan adelante en Santo Domingo, Ecuador, y que forma parte del Hogar Valle Feliz que alberga a más de cuarenta niños en situación de riesgo. Ahí, se podrá encontrar una cuna en medio de una pared, en la cual una madre puede dejar a su hijo para que las monjas lo entreguen en adopción. Al dejarlo, no corren el riesgo de ser procesadas por abandono. Las misioneras le garantizan a esa madre que durante los próximos tres meses su bebé será cuidado y protegido, y que si ella quiere regresar, el bebé la estará esperando. Al dejarlo en la cuna, las madres reciben una rosa y un mensaje: no te vamos a juzgar y te vamos a esperar. Si al cabo de tres meses, el bebé no es reclamado, los trámites para declararlo adoptable se inician.

Cuna de vida me llevó a otro recuerdo. Hace meses leí sobre la memoria que alberga el cuerpo: cuando un niño es abandonado siente inmediatamente el paso del apego al total desamparo. Y cuando alguien lo acoge, ese niño vuelve a sentir la seguridad, el cuidado y la protección que le dan las miradas de ternura y empatía que recibe de quien ahora lo abraza y le muestra cariño. Ese desamparo -que puede ser de minutos, horas o días- puede ser olvidado por la mente, pero nunca por la piel. El cuerpo sabe la historia y lo guarda para siempre. Hay dolores que se vuelven tumores. Hay dolores que no progresan tanto, pero que con su presencia nos recuerdan las emociones que debemos atender, de las cuales podemos no tener memoria, pero que guardan un mensaje que debemos escuchar. El cuerpo no miente, y si lo dejamos fluir nos regalará episodios profundos de contacto con nuestro ser y nuestra historia de vida.

Cuando leí la historia de la cuna, pensé y lloré por esas madres que dejan a sus hijos y que lo único que requieren es no ser juzgadas. Solo ellas saben. En las monjas que pueden abrir un espacio de cuidado (sin idealizaciones). Y en esos niños, inmensos jesuses, que necesitarán de acompañamiento, fortaleza, comprensión, paciencia y altas dosis de amor para que sepan que sí se puede resucitar del dolor y del abandono.

 

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