El cumpleaños de mi hijo coincidió esta vez con mi taller de yoga para embarazadas. Fueron meses para poder revisar, con la distancia del tiempo, las vivencias, las experiencias, los aprendizajes. Durante horas y horas, con G. revoloteando a mi lado, asumí mis procesos. Su llegada a mi vientre fue y sigue siendo el milagro más poderoso que haya recibido jamás. Me sentí llena de gracia, con una fuerza que irradiaba de la confianza en el universo, que me volvía serena y me hacía vivir el presente cada hora, cada día.
Ya sin miedo, pude admitir que, por ejemplo, durante esas 37 semanas el mundo exterior fue caótico y estresante, que demandó mucha templanza poder blindarme y que nada derrumbara mi estado de felicidad. Por eso, mi embarazo y mi parto estuvieron llenos de magia y alegría. Nada ni nadie (y sí que pasó) tuvo el permiso de alterar mi paz. Yo solo sabía que una luz poderosa crecía y ninguna sombra la iba a opacar. Y así fue. Así ha sido. Después de cuatro años, me he dado el permiso de llorar, de lavar -finalmente- esa tristeza, ese dolor que no permití que me destruyera, que lo volví compañero y maestro, no verdugo.
Vi las ganas que he tenido de avanzar a pasos acelerados y cómo la vida me ha mostrado nuevos caminos. Ha sido un tiempo, cuatro años, de reflexión, de reconocimiento, de profundo crecimiento interno, de abrazarme a mi propia sombra y darle las gracias por las lecciones, de saber de dónde vengo y entregarme al porvenir, de seguir siendo mamá, pero ya como una faceta más de todas las que me constituyen.
En esos días, además, recuperé la banda sonora del embarazo. Tantas canciones que le cantaba a la panza, que mi hijo reconoce, que había dejado de escuchar y ahora, cuatro de ellas, como los años que cumplió, me resumen lo que hemos andado. El mantra con el que más tiempo medité durante el embarazo fue Ajai Alai, le cantaba a su alma para que no temiera nacer y para que nunca olvidara el origen, porque si su ser recuerda de dónde viene, el poder de la creación se manifestará invencible, indestructible, más allá del color, siempre, compasivo. Y así ha sido: mi hijo, guiado por un poder más allá de lo humano, manifiesta en cada paso su admiración por la vida y una capacidad de perdonar que me conmueve.
La canción del bebé de Luis Pescetti, en la voz de Marta Gómez, es una sinfonía de los sonidos que hace un bebé en el vientre, se trata, únicamente, de una preparación para lo que vendrá. Acá está ahora ese bebé convertido en niño. Y es todo lo que decía la canción: un «barco que sueña», un poco de mi leña, «futuro en vaso puro», que se preparaba para jugar y correr por aquí.
Sabía la fecha aproximada en la que nacería. Todo indicaba que sería Leo. Y la bellísima canción de Caetano Veloso me hizo imaginar a mi cachorro de león recibiendo baños de mar. Ahora ese leoncito agita su melena al sol y, sin duda alguna, para «desentristecer mi corazón» me basta encontrarlo y saberlo en mi camino. Y verlo. Ver su luz, su piel, su inmensa alegría.
Este niño es mi diamante, como la hermosa canción escrita por Jorge Enrique Fandermole, que en la voz de Marta Gómez es más que un poema. Un regalo que no es mío sino del azar, que anidó en mi pecho, me marcó con su tiempo y su ritmo, “con relojería de puro cristal”. Aún me pregunto “de qué incendiado silencio vendrá, de qué punto del mapa estelar”, este niño que brilla y lo limpia todo, que con su luz iluminó mi sombra, “mi campo oscurecido”, y que por la gracia del amor crece absolutamente “libre de la noche de mi corazón”. Mi niño fulgura más allá del tiempo, fulgura, bendito sea, sin que ninguno de mis errores lo puedan apagar.
Gracias por estos cuatro años hijo mío, y que le sigas regalando tu sonrisa a la vida.
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