Un día, hace algunos años atrás, Dharma, una de mis maestras de Kundalini Yoga, me dijo que una vez que comenzó con la práctica, le llegaron muchísimos retos y que después de un tiempo lo había perdido todo y lo había ganado todo. Dejó de ser la que era y pasó a ser la que hoy es. Puedo decir lo mismo de mi maternidad. Lo perdí todo, todo, pero también lo he ganado todo.
En estos veinticuatro meses perdí un departamento (aún sigo con el juicio a cuestas), renuncié a años de cátedra universitaria, dejé de lado ofertas laborales y opté por trabajos esporádicos en casa, terminé con mi relación de pareja, perdí un negocio y otro más, aparqué durante meses el trabajo doctoral al que me debía, cerré la granja de mis sueños y le puse el letrero de “se vende”. Dejé la ciudad en la que vivía, vendí mi carro y guardé en cajones lo que había construido durante años para dedicarme a ser mamá. Todo lo anterior me hubiera condenado a la tristeza absoluta sino fuese por la maternidad: con ella gané lo que de ninguna otra manera hubiese conseguido, me llevó a un viaje interior sin retorno.
- Aprendí a observar sin juzgar. Me puedo quedar horas atenta a los movimientos y descubrimientos de mi hijo, la curiosidad de su mirada o la musicalidad de su voz.
- Redescubrí la magia de lo natural. Es fascinante ver el trabajo de las hormigas, la transformación de las orugas, escuchar el viento que mueve las plantas, contemplar el curso de un río, la cadencia de las olas del mar, la lentitud de una puesta de sol. Así, sin más, solo mirar.
- Me acerqué a mi infancia nuevamente. Amamantar, cuidar, acariciar, velar el sueño de G. fue –de muchas maneras- alimentarme, cuidarme, quererme, acunarme en mis propios brazos.
- Me quedó claro lo que es realmente importante: estar sanos, amar y sentirse amados, agradecer por cada día.
- Aprendí a reírme de lo que podía hacerme enojar. Mi hijo se encarga una y otra vez de repetir acciones que me molestan hasta que las convierte en una gran carcajada y, entonces, lo integra a su repertorio de momentos de humor para mamá. Así, cada vez me enojo menos.
- La lactancia obra milagros. Puede resultar agotadora, sobre todo cuando se cruza la dentición o una crisis de crecimiento pero tiene varias ventajas. Es una oportunidad para descansar: te puedes acostar un rato, acariciar al bebé y llenarlo de mimos, quedarte dormida con él, leer o contestar un mensaje. Pero también te llena de oxitocina, te da mucha energía y eso se agradece. Sí, la lactancia es maravillosa: le brinda al pequeño seguridad, alimento y consuelo, y en las mismas dosis le entrega esos mismos componentes a la mamá.
- Acepté que la vida es simple, se complica cuando nos montamos historias. Si recibimos las cosas como vienen, nada nos mueve de nuestra paz interior.
- Mi hijo es un ejemplo de constancia. Lo he visto caerse y levantarse cientos de veces. Cuando comenzó a caminar, se ponía de pie y lo volvía a intentar. Nunca lloró, siempre sonrió y siguió adelante. Cuando aprendió a subir gradas sin apoyo, practicó una y otra vez sin que nadie le ofreciera premios o aplausos. Lo hizo porque era importante para él.
- Si confías en ti, no hay nada que temer. Con cuidado pero sin miedo, G. aprendió a bajar cuestas empinadas a toda marcha en su bici. Sentir el viento y la velocidad lo hacían estallar en carcajadas. Todo dependía de él y lo sabía, era él quien manejaba la bici y no al revés. Siempre tuvo el control.
- No hay nada más divertido que aprender. Te da satisfacción y felicidad, te llena el intelecto y el espíritu, te hace sentir útil, que todo vale la pena. Y mi niño ha aprendido a comer, a andar, a correr, a hablar, a preguntar.
- Se puede vivir desconectado de la tecnología. Llevamos veinticuatro meses sin televisión y nos enteramos de lo realmente importante, siempre. Tenemos una vaga idea de las enormes discusiones en redes sociales o de las especulaciones políticas. Las pantallas nos acercan solo a los afectos que no viven en la misma tierra que nosotros.
- El silencio es hermoso. Cuando él duerme no hay ruido. Puedo entonces oír mi respiración y sus suspiros, vaciar la mente, dejar que los instantes pasen sin ninguna expectativa. Son minutos que valen oro.
- Los amigos siempre están. Por cuestiones de distancia física, los vemos poco pero siempre están, siempre. Con su inmenso corazón, su generosidad, están presentes, preocupados, interesados por nosotros dos, celebrándonos cada logro y cada despiste.
- Mamá feliz es bebé feliz. Si algo me tensiona, G. se escalda. Pasó durante una temporada pero pasó. Así supe que si yo estoy bien, él está bien. Por eso es tan importante que sonría, que ría entre sueños, que disfrute de la comida, del agua, la tierra y el sol, que su carácter sea luminoso, que duerma a sus horas, que le guste estar activo. Si veo algo que no me cuadra, lo arreglo en mí.
- No lo obligo a nada porque no se puede obligarlo a nada. La vida se disfruta cuando los motivos, la decisión y la disciplina nacen de la voluntad propia.
- Una sonrisa puede derretir un iceberg. Hasta el momento más agrio se transforma en miel cuando vamos por ahí echando sonrisas.
- Conozco mis prioridades. No es falta de tiempo es tener claro en qué lo estuve perdiendo siempre: nadie va a pensar de otra manera ni va a cambiar si le señalo sus errores.
- La empatía es la respuesta. Padres y madres que alguna vez tuvieron bebés en brazos son los más dispuestos a ayudar, consolar, entender. De las malas caras no nos hemos dado ni cuenta. De la empatía que hemos gozado aprendí que lo mejor que puedo hacer cuando veo un comportamiento que no entiendo es no juzgar y –si hay oportunidad- preguntar si puedo ayudar.
- Somos millones de millones de mujeres-madres en el mundo y en la historia pero nadie me contó ni me compartió nunca los retos, los dolores, las angustias y la alegría pura que me regalaría la maternidad. Las mujeres callamos siempre y debemos comenzar a hablar de nuestro ser más íntimo por nosotras y por las que vienen.
- El amor es incondicional. Aprendí a quererme sin reprenderme, a observarme para potenciarme no para flagelarme, a salir de las situaciones más adversas abrazándome, con respeto. El amor hacia una misma es incondicional, no merecemos nada menos. En esa relación, lo que suponga una falta de dignidad y amor propio no caben. Así también aprendí a decir basta, sin culpa y sin miedo.
- La paciencia entrega paciencia, la compasión devuelve compasión, la alegría fomenta alegría, con respeto se cosecha respeto. Lo que sembremos en nuestros hijos no es devuelto por ellos en la misma medida.
- Aprendí a agradecer todo: el día que comienza y termina, el calor y el frío, el hambre y la sed, la comida y el agua porque cada cosa me recuerda que estoy viva, que vale la pena seguir adelante, todo es un paseo que merece disfrutarse porque -si lo permitimos- descubrimos de lo que somos capaces y, entonces, nos podemos sorprender de nosotros mismos.
- Hay momentos que alimentan el ego y otros que construyen la humildad. Prefiero los últimos: la humildad te hace agraciado, te conecta con el infinito, te recuerda que eres una mota de polvo en el universo, una mota capaz de albergar el universo todo pero que –al mismo tiempo- no eres nada sin él. Aprendes que sin la conspiración de la vida a tu favor, lo que tienes no sería posible.
- Nada me importa más que este crecimiento interior que no cesa y que se hace cada vez más sutil y preciso, real y definitivo.
Estas son mis razones, las que me fortalecen y me guían, las de todos los días.
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Gracias por compartir sus palabras… A mí me dan mucha fuerza. Un abrazo grande
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Gracias Margarita. ❤️
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bello!
Gracias
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