Maternidad

El regreso de mi luna

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Después del parto, las mujeres sangramos durante varios días. Algunas de nosotras, semanas. Son días sin sueño, con el vientre hinchado por la retención de líquidos y el útero volviendo a su tamaño normal. Son días de cansancio y malestar: duele el cuerpo por el esfuerzo del parto o por la herida de la cesárea. Y se suman, el sangrado potente, la leche que se riega, los pezones que duelen, las emociones que florecen y que una no alcanza a ponerlas en orden con rapidez o acierto. Pero todo pasa: los líquidos fluyen, la lactancia se consolida, la oxitocina elimina el cansancio y el sangrado desaparece por meses.

Hasta antes de embarazarme, mi menstruación, como para muchas mujeres, me resultaba molestosa: no solo por los síntomas premestruales sino por la incomodidad que me provocaba estar pendiente de no mancharme. Después de que el sangrado del parto cesó, me despedí de ella por 17 meses. Me regresó como regalo de Navidad. Confieso que fui feliz cuando supe que se ausentaría por largo tiempo. Pero cuando volvió, todo cambió. Su regreso me hizo recordar lo que había pasado durante los 27 meses (si sumo el tiempo de embarazo) en que no estuvo: fui mamá. Su presencia y su ausencia me regresaron a esa verdad tan contundente, me recordaron el inicio de una nueva vida para mí.

Entonces, por primera vez, le agradecí su presencia. Lloré de emoción y gratitud por su regreso. Te extrañé, le dije. Mi luna me recuerda todo lo que soy: mi fragilidad y mi potencia, el dolor y la dicha, la fuerza y el cansancio, la energía y la calma, el sosiego y el placer. Cada vez que llega me recuerda que puedo generar vida, que mi cuerpo pudo concebir un hijo, que mi corazón se hizo más grande, que de mis palabras quiero que salga la voz de mi alma. Todo porque me acerca a lo más puro y potente de mi lado femenino: lo intuitivo, lo sagrado, la fuerza, el silencio previo a una gran explosión, la ternura, la necesidad de estar conmigo misma, a solas, mirándome. Y mi luna ha regresado, además, como un rito de limpieza: me ha dado fiebre, vómito, cansancio. Y, así, me ha brindado un espacio para descansar, para oír a mi cuerpo, para entenderme.

Siempre pude darme cuenta de mi proceso menstrual pero solo pasaba por él, no me detenía. Ahora, valoro cada momento, me abro espacio para oír y sentir lo que vivo, para renovarme con cada ciclo, para atenderme de acuerdo a cada etapa: comer más liviano, hornear un pastel o tomar mucha agua cuando comienza mi luna; aprovechar la energía que me deja cuando se despide; beber tés calientes cuando el cuerpo me avisa que pronto llegará. Ahora, la espero con ilusión. Me pregunto qué sensaciones nuevas me traerá, qué notaré esta vez, cómo se manifestará, si tardará en bajar, me dolerá el vientre o será una luna serena.

Las mujeres hablamos poco de este proceso tan nuestro, tan profundo y sensible. Nos referimos mucho a las molestias o confesamos el alivio que sentimos cuando tenemos miedo a concebir sin querer, pero no vamos más allá. No compartimos la historia de nuestra condición más sagrada, no reparamos en lo importante de reconocernos y acogernos unas a otras en cada ciclo. Parece insignificante pero es importante conocer nuestro cuerpo también en este aspecto para así echar tierra a los comentarios sexistas y desafortunados que desconocen y no le dan importancia al ciclo menstrual. Esta también es una forma de olvidarnos de nosotras mismas.

Escribo esto mientras espero mi luna. Me resulta especial porque vendrá a recordarme que justo hace tres años se ausentó por mucho tiempo (sé exactamente el día en que mi hijo se instaló en mi vientre). Es especial también porque será la antesala de mi cumpleaños y esta nueva vuelta al sol que se acerca la quiero celebrar con mucha alegría. Mi luna es especial ahora porque me permite contactarme, mimarme, ir un poco más lento. Mi luna es especial porque es mía, habla de mí, me hace consciente de mi cuerpo. Y eso siempre es algo bueno.

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