Tú, yo. Entra, sale. Inhala, exhala. Finito, infinito. Lleno mis pulmones de aire, sostengo y lo devuelvo. Tú, aire, entras. De mí, aire, sales. Si respiramos estamos vivos. Estamos vivos porque respiramos. Cerrar los ojos y respirar con consciencia me regresa a esa verdad fundamental: estoy viva.
En general, respirar más que un acto consciente es un acto mecánico. No nos detenemos a observar cómo respiramos. Solo cuando la respiración cambia, reparamos en ella: cuando la nariz tapada nos dificulta la entrada o salida de aire, cuando el gemido de un suspiro nos vacía el pecho, cuando el llanto nos obliga a tomar y soltar aire por la boca o cuando el ejercicio nos acelera el pulso y la respiración.
En el vientre los bebés no respiran. El oxígeno les llega por la sangre de la madre a través del cordón umbilical. Cuando el bebé nace, realiza su primera respiración. Esa inhalación inicial puede demorar unos segundos y es, por supuesto, vital. Ese primer soplo de vida puede producirse en forma de llanto: así, el bebé toma aire por la boca. Ese aliento inaugural es la constancia de nuestra existencia. Si recordáramos esos primeros instantes, ese aprendizaje inmediato y definitivo, nunca nos olvidaríamos de que respiramos porque estamos vivos y estamos vivos porque respiramos. Y volveríamos a la consciencia de nuestra respiración siempre, para regresar a nuestro centro, para encontrar el equilibrio. Eso necesitamos nosotros, los adultos, pero los bebés lo tienen claro.
Cuando aprendí a meditar opté por el soto zen que consiste en sentarse en posición de loto, con las manos una encima de la otra, la punta de los pulgares tocándose entre sí, y fijarse en la respiración. Sin mantras. Sin sonidos. “¿Y qué haces mientras meditas?”, solían preguntarme algunos amigos. “Respiro y observo mi respiración”, les respondía. “Y mientras respiro, pasan muchísimas cosas, descubro mi propia verdad”. “Pero ¿qué haces?”, insistían. Les resultaba complejo entender que el ejercicio consistía en respirar y fijarse en la respiración. En Kundalini Yoga hay muchísimos pranayamas (técnicas de respiración) que permiten observar los juegos de la mente, las emociones que vienen, los recuerdos que aparecen. Hay muchas disciplinas en donde el trabajo con la respiración es básico.
Los adultos reaprendemos a respirar. Los bebés tienen constancia de ello. Lo descubrí en mi hijo desde muy pequeño: a las pocas semanas de vida, si un ruido le llamaba la atención su respiración se cortaba por medio segundo e inmediatamente respiraba profundo, volvía a su centro, a su propia calma sin necesidad de llorar para tomar aire con fuerza y expulsar la emoción. Cuando aprendió a girar sobre su cuerpo, lo mismo: respiración profunda y búsqueda del equilibrio. Cuando comenzó a ponerse de pie y caía sentado, se notaba su cara de susto ante el rebote, respiraba y lo intentaba otra vez. Tomaba aliento, volvía a sí mismo. Sabía que la respiración era su fuerza, le recordaba que estaba vivo. Así constaté que los bebés tienen consciencia de verdades esenciales que vamos perdiendo en el camino hacia a la adultez: los bebés sí saben respirar y reconocen la fuerza de cada inhalación y exhalación.
Los padres japoneses pueden identificar cuando en un ejercicio, competencia o actividad su hijo se desconcentra: hara, le dicen, hara, repiten con insistencia. ¿Qué significa? Que respiren e inflen su estómago cuando llenan sus pulmones. ¿Para qué? Para dejar atrás los nervios, el miedo, el deseo de vencer sin honor o de ganar solo por avivar el ego.
Con la llegada de los dos años he percibido una serie de sucesos que hacen que mi hijo se olvide de respirar: quiere hacerlo todo solo y cuando me descubre haciendo algo que él aún no ha practicado o que está aprendiendo a hacer, se agita, las palabras se le enredan y traga aire por la boca. Habla más y por tanto respira menos por la nariz. Recurre al llanto cuando se enfrenta a la frustración. Entonces en esos momentos, lo abrazo y le digo: respira; inhalo y exhalo con él, y sonríe. Respiramos juntos, sincronizamos nuestra entrada y salida de aire, encontramos juntos nuestro centro. A ese tipo de respiración recurrí también cuando las vacunas o una caída lo hacían llorar, solo bastaba juntarlo a mi pecho, abrazarlo, cerrar los ojos y respirar profundo junto a él. En mi exhalación se iba su miedo, su dolor. Ahora hago lo mismo, respiro con él y exhalamos juntos todo lo que no sirve. Bastan dos o tres respiraciones para que sonría y siga en lo suyo. Ahora, además, se lo recuerdo: respira, hijo, le digo. Y pienso: respira, hijo, solo respira; recuerda quién eres y que estás vivo.
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