Era sábado en la tarde. La luz del sol era intensa y cálida, todo lo que alumbraba se tornaba naranja. Se anunciaba un atardecer de ensueño. Por este lado del mundo, en medio de la vegetación tropical, las caídas de sol suelen ser un deleite para el alma. Esa tarde faltaban unos veinte minutos para que llegara nuestra hora de pasear. Entonces, me comenzó a doler la cabeza. En general, me duele por cansancio y se me pasa con una siesta de diez minutos. Pero era sábado. G. y yo estábamos solos. No había posibilidades de hacer una siesta. Mi hijo jugaba en el patio y le dije: “voy a buscar arriba una pastilla para el dolor de cabeza”. No me regresó ni a ver. Subí, busqué las píldoras mientras escuchaba a G. revoloteando por ahí. Me tomé la pastilla, me lavé la cara y, entonces, dejé de escuchar ruidos. ¿Qué está haciendo?, me pregunté. Más silencio. Un minuto sin ruido en un niño de dos años es demasiado. Bajé las escaleras y me encontré con la puerta de la casa abierta. Me asusté, claro, pero en cuanto pisé el umbral, vi a G. subido en su bici, junto a nuestra perra, admirando el jardín de la vecina.
Crucé la puerta y me acerqué despacio. Me vio y me saludó. Le pedí que volviéramos a la casa. Entró conmigo. Entonces le dije que él no podía salir solo, que si tenía ganas de dar un paseo debía llamarme y decírmelo para ir juntos. Todo esto mientras le ponía medias y zapatos. Me escuchó con atención y cuando terminé me dijo: “Tengo que decir: chao mami, ya regreso, me voy en la bici, a la glorieta, con la Matiya…”. Palidecí. El lugar al que quería ir está a diez cuadras de la casa. “Tienes que decirme: vamos a pasear mami”, repliqué. No añadió nada más pero me quedé muy preocupada. Decidí, entonces, poner un seguro adicional en lo alto de la puerta para que no pudiera abrirla. No pude hacerlo: la jamba y la puerta no están bien empatadas y no había manera de ajustar una aldaba. Tenía que buscar un mecanismo especial o volver a colocar la puerta. No me había dado cuenta de este fallo hasta entonces. La única solución que tenía era que mi hijo entendiera el riesgo.
Pasaron unos días y, de un momento a otro, una mañana abrió la puerta e intentó salir. Lo detuve, le expliqué que no podía abrir la puerta sin mi autorización y mucho menos salir solo porque era peligroso, que afuera pasaban autos o personas desconocidas que podían hacerle daño. “Voy con la Matiya”, me dijo. “Solo puedes salir conmigo”, le insistí. Salimos un momento.
Como no podía arreglar la puerta, seguí confiando en la única solución posible: mi hijo tenía que sí o sí aceptar y respetar este límite. Los días siguieron y cada vez que alguien llegaba, él corría a abrir la puerta. Entonces, en cada ocasión lo detenía, le explicaba que debíamos primero averiguar quién era y cuando comprobabamos que era alguien que conocíamos, la puerta se abría. Él podía ver por la ventana y reconocer a las personas pero no podía abrir la puerta sin autorización ni aunque afuera estuviera yo, su abuela o su papá. Poco a poco el rito dio resultado: dejó de abrir la puerta a todo aquel que la golpeara.
Sin embargo, un buen día, nuevamente, se subió a la bici, abrió la puerta y se dispuso a salir. Respiré profundo y decidí enfrentar lo que venía. Cerré la puerta y esta vez no lo dejé salir. Se bajó de la bici e intentó abrir la puerta pero ahí ya estaba mi mano impidiéndolo. Se dio cuenta de que no podía, que yo no lo dejaba y se puso a llorar desconsolado, con una mezcla de impotencia y genuino dolor. Me agaché, lo abracé y en medio de mis brazos zapateó con mucho coraje. Gritó que quería salir a pasear. Le dije que no podía salir solo, que debía siempre ir con alguien y que esa no era la hora de su paseo, que hacía mucho sol. Siguió llorando con fuerza por un rato más. Me pidió teta. Se acunó en mis brazos mientras lloraba y lloraba. Me mantuve en silencio, escuchando su llanto, comprendiendo y sintiendo su frustración. Poco a poco se fue calmando, pararon los sollozos y, entonces, volvimos a hablar. Le expliqué, una vez más, los riesgos y le dije que no era negociable, que no podía salir solo y que si quería dar un paseo debía pedírmelo. Nos abrazamos, lo llené de besos, le dije que sentía mucho que hubiera llorado tanto. Me quedé atenta a su comportamiento.
De este episodio han pasado meses. Nunca más abrió la puerta sin autorización, mucho menos para salir solo en su bicicleta. Tiene clarísimo el protocolo que seguimos para abrirle a alguien y todos en la casa lo respetan al pie de la letra, con lo cual no ha habido confusiones. Ahora, además, me busca y me pide que vayamos a dar un paseo.
Con esta historia, certifiqué lo que sabía teóricamente. Los niños a partir de los dos años descubren que pueden hacer muchas cosas por sí solos. Entonces, buscan límites porque les dan seguridad. Aunque hay un tira y afloja para saber hasta dónde llegan los papás, al mismo tiempo necesitan ese margen de contención que dan los límites para reconocer que hay cosas que simplemente no pueden ni deben hacer porque suponen un peligro para su integridad física o la de los demás. María Montessori explica que los niños héroes, aquellos que no miden los riesgos, no existen en el método. Los niños Montessori pueden darse cuenta lo que representa un peligro y no arriesgarse a ello. Lo que necesitan es un ambiente preparado y respetuoso que los deje hacer, descubrir y aprender, con lo cual son capaces de analizar las diversas situaciones, preguntar si tienen dudas o pedir ayuda.
Los límites deben establecerse de forma clara, sin amenazas, chantajes ni infundiendo miedo. Sin gritos ni reproches. Sin premios ni castigos. Hay cosas que se deben hacer porque se deben hacer. La empatía también es básica para que los niños se repongan de la frustración. Es importante, además, que se vean los límites que nosotros tenemos, los órdenes que cumplimos y las cosas que simplemente no podemos hacer y que aceptamos como parte del acuerdo social de convivencia. Se requiere que estemos atentos a cumplir y respetar los límites nosotros también: el lugar de cada objeto o la forma de realizar ciertas actividades. Es increíble cómo los niños comprenden y asimilan estos matices y van autoregulándose. En lo personal, estoy impresionada de la forma en la cual mi pequeño, poco a poco, aprende a manejar su ímpetu y frena cualquier instinto temerario sin menoscabar ni una pizca la confianza que tiene en sí mismo, aquella que va construyendo y fortaleciendo día a día.
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