Hablar de los hijos muchas veces (si no siempre) es un tema delicado. Aunque no queramos, terminamos comparando si come más o menos que el otro, si está atrasado o adelantado en su motricidad o en el inicio del habla, si es lo suficientemente alto o hábil, etc., etc. Hay una presión muy fuerte sobre los padres pero también sobre los niños.
Cuando nació mi hijo, hubo algo que tuve claro: lo iba a criar con absoluto respeto a cada una de sus etapas de desarrollo. Cero estimulación temprana. Cero obligarlo a o enseñarle algo. Mucho dejarlo hacer y observarlo. La elección siempre fue la de realizar una actividad a la vez para concentrarnos en ella. En la casa, si había música siempre era clásica, instrumental o mantras, y nos sentábamos a escucharla. No hacíamos nada más que oírla. Por eso fue increíble el día en que G. descubrió el viento susurrando entre las hojas de los árboles. Poco a poco, conforme pudo sentarse o caminar, incorporamos movimientos libres del cuerpo por el puro placer de disfrutar. Así, vi a mi hijo aprender a aplaudir por sí mismo, a dar vueltas y “pasos” de baile por imitación pero sin dirección. Así, en la realización de una actividad a la vez, aprendió que si golpeaba dos piedras de río, él producía un ritmo que luego podía acompañar con su voz y con su risa. En casa, si comemos, comemos; si leemos, leemos; cada actividad es individual y, de esa manera, evitamos crear estímulos innecesarios.
En esa dinámica, y más cuando comenzó la alimentación complementaria, me di cuenta de todo lo que G. era capaz de hacer y descubrir: el manejo de los pulgares, hacer la pinza (tomar objetos con el índice y el pulgar), encajar en agujeros (la tapa del lavaplatos, por ejemplo), aplastar, llevarse los alimentos a la boca, etc. Entonces fue cuando descubrí que esa era la base del método Montessori: el respeto y el acompañamiento, la presentación de materiales, juegos o actividades solo si se observaban como una necesidad del niño y no como una imposición de los padres. El niño es quien marca la pauta de su deseo de aprender.
De esta forma, nos hemos mantenido durante dos años y medio. Si sentía curiosidad por las arañas, nos íbamos a buscar donde había alguna tejiendo su red y veíamos cómo atrapaba insectos en ella. Su devoción por el agua fue canalizada con visitas continuas a la piscina y clases para bebés, sobre todo para incorporar ejercicios que lo guiarán en el proceso de aprender a nadar. Cuando comenzó a apilar lo que encontrase, entonces, le entregué una caja con bloques de construcción. Su interés por tapar y destapar se dirigió al armado de rompecabezas con botón. El hecho de tener un ambiente preparado hizo, además, que él sea muy ordenado y que coloque desde los 14 meses (cuando ya podía caminar bastante bien) cada cosa en su lugar.
Esta circunstancia ha hecho que sus escenas de frustración sean muy esporádicas (por la edad han estado vinculadas a la necesidad de límites, de lo cual hablo en otra entrada). Hasta los dos años no supe lo que era un berrinche o un grito desesperado por algo que quería y yo no entendía. A su aire, con mucha observación y acompañamiento, ha dejado el pañal sin apuros, voluntariamente y sin conflictos. Es un niño ordenado, alegre, relajado y parlanchín. Sabe lo que quiere y entiende un no como respuesta, un no que siempre viene argumentado.
Verlo a él y comparar mi propia niñez con la suya me hace constatar que todo niño es naturalmente feliz, ordenado y capaz de todo. Lo único que necesita es que lo dejen ser y hacer. Por eso me certifiqué como guía Montessori y me enamoro cada día más de este método que me muestra la evidencia en mi hijo y me transforma continuamente. Es curioso porque no es un método de estimulación temprana, es más una filosofía de vida; sin embargo, los niños Montessori hacen y aprenden todo con una rapidez asombrosa: hablan muy bien a los tres años, edad en la que comienzan a aprender las letras. A los cuatro ya escriben e inician su explosión por el mundo de los números, con lo cual las matemáticas, el álgebra y la geometría se les dan muy fácil.
Sé que mi hijo es perfecto. Sí, es un perfecto niño de dos años y medio, como cualquier otro al que le dejan descubrir la vida. G. salta, curiosea, no se queda quieto, se sube a la mesa, le gusta jugar con agua, se enloda de pies a cabeza. La diferencia quizás es que no me estreso por nada de eso. Todo lo contrario, lo aprecio porque sé lo importante que es para su desarrollo. Ni lo aplaudo ni lo critico. Ni le digo que lo hace bien mucho menos mal. Pero cuando celebra como si hubiese metido un gol de campeonato y da volteretas de felicidad porque no se le cayó su pila de bloques, sonrío con él y valoro su alegría, no su logro, valoro que a él eso lo hace feliz y se lo digo. Una vez que arma o conquista algo, comienza su desarmado. Si se le cae una pieza antes de tiempo, vuelve a ponerla en su lugar con serenidad y la vuelve a bajar. Ver esa dinámica de paciencia y concentración es fabuloso. En su cabeza se edifican los cimientos de aprendizajes más complejos. Sí, así, es: limpiar la mesa, por ejemplo, será muy importante cuando aprenda a leer y escribir.
La perfección de mi hijo también comprende que quiera pasar todo el tiempo conmigo: me lo dice, me abraza, me pide de todo, me habla y me pregunta porque es un niño pequeño que está aprendiendo a gestionar su independencia, a reconocer sus emociones y me necesita en ese camino. Y me necesitará luego, en la adolescencia, cuando vuelva a sentirse capaz de todo y, al mismo tiempo, profundamente inseguro. Por eso, aunque lo veo y admiro sus destrezas, su capacidad de entender y de enfrentar la vida sin temores, sé que es pequeño, que es un adulto en construcción y que de estos primeros años depende todo su futuro y también el de otros. No en vano María Montessori apostó por la paz de la humanidad y vio en los niños el germen del cambio. Siempre debemos recordar que tenemos en la crianza de nuestros hijos una tarea que influirá en ellos pero también en el destino de todos por igual.
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