Así son ellos
Desde el fin de semana ciertas actitudes (todas en redes sociales) me han puesto de mal humor. He visto a alguien hacer muchas preguntas. Ese alguien ha obtenido respuestas y explicaciones de muchas personas. Sus preguntas básicamente eran: qué hago para. Y las respuestas, de forma amable, se dirigían a que mirara los detalles de la situación, le daban alternativas y sugerían dejar de hacer lo que venía haciendo. Creo que las respuestas no le gustaron porque no hubo ni un solo gracias. A nadie. Y así día de por medio: volvían las preguntas, llegaban las respuestas y en respuesta, solo silencio.
Conozco a otro alguien muy creativo para pedir ayuda. Siempre la obtiene pero me puse a pensar en la frecuencia de su demanda, en la necesidad de pedir para solucionar sus dificultades en lugar de autoproveerse y tras un breve análisis de su discurso, pude ver su sutil pero evidente estrategia de manipulación. Sin embargo, lo que más llamó mi atención es que no he visto una respuesta similar de su parte. Sus publicaciones están llenas de comentarios de otros dispuestos a ayudarle, de UP para que su nota no se pierda en la marea de las redes, pero cuando alguien pide ayuda, esta persona no dice pío ni hace el esfuerzo de teclear dos letras. ¿Por qué?
He tenido ganas de mostrar mi molestia o de permitir que salga a flote, sin filtro, mi sinceridad brutal pero he guardado silencio, observando el comportamiento humano y lo que moviliza a las personas. He permanecido callada pero, sin duda, con un volcán interno con muchas ganas de hacer erupción.
Tú sabes
¿Por qué las personas son de tal o cual forma? ¿Por qué no dices lo que piensas? ¿Qué vas a hacer ante este malestar? Espera. Detente. Sabes bien que esas no son las preguntas que debes hacerte. ¿Por qué te molesta tanto el actuar de quienes no tienen un peso significativo en tu vida? Si no te gusta lo que dicen, pasa, no te detengas. Pero como ya estás en plan analítico, entonces: ¿Qué quieres aprender de estas historias? ¿Por qué les das tanta atención? Cuando un dedo apunta hacia una persona, el resto apunta hacia ti, no lo olvides.
Confrontada por mí misma de esta forma comencé a pensar en si me sentía igual de malcriada y manipuladora. ¡Auch! ¡Qué adjetivos tan fuertes! Solo pensar en usarlos (como ya lo hice, aunque sea en conversación conmigo misma) me pareció injusto e innecesario. ¿Con qué derecho catalogo y juzgo a la gente? ¿Acaso hay algún estatuto moral que me lo permita? Después de desechar las etiquetas di un paso más: ¿Qué sientes por estas personas? Nada en especial. Ambas están como extras en algunas escenas de la película que es mi vida pero, en algún momento, cuando aparecieron, mi intuición me dijo: no confíes. Pero esa parte de mi ser que aún no escucha replicó: no seas miedosa, no pasa nada. Pero pasó, antes o después, pasó. Sus intenciones no se convirtieron en acciones pero bastaron para que me viera con reproche por no hacerme caso. Eso es: ambas personas me recuerdan que debo hacerle caso a mi intuición.
Diálogo interno
Confiar en uno mismo es la clave pero ¿si confías en ti mismo entonces no debes temer de nadie? Bueno, tampoco hay que ser ingenuo ni ponerse en posición de víctima. La víctima. Ese papel que nos gusta tanto representar. Ese papel que es fácil de ejecutar. Ese rol que moviliza la empatía de todos alrededor y desde el cual resulta tan fácil manipular. Ese personaje que nos encadena y nos roba la posibilidad de crecer. Y así me vi frente a frente a las muchas veces que inconscientemente vuelvo a la representación más trillada y más recurrida en el universo de lo humano. Y detrás de la víctima, la rabia. Y guardada un poco más en el fondo: la culpa. Y, entonces, todo tomó sentido: ahí estoy en el recorrido de siempre pero ahora con la capacidad de tomarme de la mano y dejarme guiar por los caminos de mi consciencia. La meditación deja su huella. Menos mal no me quedé (mis amigas tampoco lo permitirían) en el “así son ellos” y pude avanzar, paso a paso, al profundo diálogo interno. Ya puedo decir perdón por las críticas y dar gracias por la enseñanza. Gracias porque ambos ejemplos me llevaron al lugar donde habita lo que verdaderamente importa: mi interior. Y desde ahí solo se puede limpiar y florecer.
Y todo esto sucede mientras damos un paseo cerca de casa. Mi niño pide un helado y yo le digo que al regreso le serviré dos bolas con frutillas y chispas de colores. Él insiste. Yo me niego. Camino a casa se frustra, se enoja, llora. Al final, toma su helado en casa. Pide disculpas por haberse enojado y yo también le pido disculpas por haberme enojado (no fue fácil caminar con él en ese estado). Le recuerdo que si hay helado en casa y estamos cerca no es indispensable comprar fuera, le explico que hablar es un gran recurso, que no es necesario recurrir al llanto ni al ruego, que se puede aceptar que lo que se desea viene en diferente empaque, que nada nos es negado, y le pido disculpas nuevamente porque le reproché su comportamiento. «Sí mami, me hablaste feo», me dice. Y el corazón se me arruga. «Lo siento», le digo. Y nos abrazamos otra vez.
Entender lo que me pasaba me llevó algunos días. Darle nombre a mis emociones fue un trabajo de observación y poda, de conversación íntima con mis amigas que me dieron herramientas para abrirme camino. Ahora solo pienso ¿y todo esto en la cabeza de un niño? ¡Qué difícil! Por eso el llanto es, muchas veces, la salida que tienen para que fluya el desconcierto. Por eso requieren tanta calma y madurez emocional de nuestra parte para no seguir reproduciendo, de cualquier forma, la escena que da inicio a esta historia.
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