
El mejor amigo de G. está por cumplir años. Él eligió el regalo. Estaba tan emocionado que su impulso obvio y legítimo fue querer contárselo en cuanto lo viese. Le dije que debía ser una sorpresa. G. ama las sorpresas. Pero insistió en que podía entregársela ese mismo día. Así que, por primera vez, le dije que no podía decir nada, que era un secreto. ¡¡Sí, un secreto!!, gritó emocionado. Sonreí y supe que había llegado el momento en que debía explicarle todo sobre los secretos.
No he criado a mi hijo utilizando polaridades: nada es bueno o malo, porque sí o porque no. A todo he procurado darle una explicación. ¿Por qué no puedo ver un capítulo más de mi serie? Porque ya has visto suficiente por hoy y tenemos un mundo de cosas divertidas que hacer: leer, pintar, ordenar los juguetes, preparar pristiños. ¿Por qué no puedo regar las plantas? Es mejor si lo haces en la tarde. En las mañanas el sol es más fuerte y puede quemar sus hojas y raíces por efecto del agua. ¿Por qué no puedo usar ese cuchillo? Es muy grande para tus manitas, tienes que usar el tuyo que evita que te cortes. ¿Por qué tengo que ir a la escuela? Porque puedes jugar un rato, aprender cosas divertidas y darle un tiempo a mamá para que trabaje sin interrupciones. Así, cuando regreses, toda mi atención será ti.
Mis disposiciones, normas y pedidos, no siempre son de su agrado, se puede oponer a ellos con furia o desdén. Al final, acepta. Pero también pide (o exige) reciprocidad y que atienda sus peticiones: que nadie toque sus dibujos, mueva sus construcciones o cambie de lugar sus juguetes, ni que me demore en acudir a sus llamados urgentes. En esta dinámica, G. se ha acostumbrado a preguntarme siempre el porqué de mis órdenes, a aceptar mis justificaciones o aclaraciones porque, en general, no son negativas sino que le entrego opciones. Poco a poco hemos logrado equilibrio: sabe lo que hay que hacer y el cómo hacerlo, o me explica el porqué insiste en alguna acción: “mami, esa cuerda es demasiado delgada y yo necesito algo más ancho para armar mis trampas”. Y entonces, la cinta que no quería que use termina -finalmente- en su canasta de insumos o buscamos algo que se asemeje a sus requerimientos. Así, hemos andado hasta que apareció el tema de los secretos.
Nunca antes le había pedido que guarde un secreto. Sé lo peligrosa o mañosa que puede ser esa palabra cuando se la entrega a un niño o cuando viene de alguien que quiere hacer daño. Entonces, le expliqué que este era un secreto que nos ponía felices, que alegrará a D. y, por tanto, era un secreto que merecía serlo. Pero que si se tratase de un secreto que a él o a otra persona le causare dolor debía decírmelo, aunque le hubiere prometido a alguien guardar silencio. Por ejemplo, le dije, si D. (su amigo el cumpleañero) te pega un día y te pide que no digas nada, que guardes el secreto, pero a ti eso te pone triste y te causa dolor no solo en el lugar del golpe sino también en el corazón, debes decírmelo porque ningún secreto que duela se debe guardar. Y, entonces, juntos solucionaremos tu tristeza de la mejor manera. “Sí, mami. Te prometo”, dijo alegre sin mirar (menos mal) el miedo que guardaban mis palabras.
Sé que los secretos pueden venir de la mano de amenazas y es mejor que los niños sepan que uno va a actuar con sensatez, porque pueden callarse por miedo a ponernos a nosotros en peligro o a vivir un mal momento. En ellos, la fragilidad y sutileza de la información que llega a su cabeza es más que evidente.
Ya habló con su amigo. No le dijo nada. Han conversado al menos tres veces. Y se siente muy orgulloso de saber guardar secretos. Se imagina lo contento que D. se pondrá al ver su regalo y está esperando el día en que el secreto sea develado y se convierta en sorpresa. Y yo confío que en su vida solo guarde secretos alegres y ninguna historia que oscurezca su alma.
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