Maternidad

La pandemia 2/4

Limpiar el baño o lavar los platos. Cocinar o barrer. Tender las camas o arreglar el patio. Jugar o trabajar. ¿Planchar? Negado, la ropa simplemente no se planchó más. El césped del patio no se volvió a cortar. Tampoco se limpiaron las ventanas ni se enlucieron los muebles. Tres meses sin ayuda doméstica fueron inmensamente grandes. Desde que G. nació siempre tuve quien resolviera nuestras necesidades básicas y arreglara el entorno para que él y yo nos dedicáramos a maternar. La pandemia nos dejó sin esa ayuda. Había primero que preservar la vida.

Las consecuencias fueron obvias: muchas actividades domésticas fueron relegadas o tomaban casi por completo mi tiempo. Sobre todo, cuando tenía que salir a hacer compras. Tenía que coordinarlo todo con días de anticipación porque G. no podía acompañarme, debía quedarse con alguien. Algo que no le gustaba nada porque disfrutaba mucho de esas salidas. Con el tiempo, menos mal, las compras comenzaron a llegarnos a casa y yo dejé de salir. Mi hijo, en nueve meses, no ha regresado ni al mercado ni al supermercado. Se ha acostumbrado a ver la comida llegar y ya no a elegirla.

Como tantos, como muchos, al inicio, pasábamos en pijama. Luego, por una cuestión básica de autocuidado, nos cambiábamos de ropa sí o sí. Fue una temporada de mucho silencio exterior. No oíamos nada. Ni a los pájaros. Nuestros vecinos más cercanos fueron de los primeros casos de coronavirus de la ciudad y estuvieron aislados más de cuarenta días. Uno de ellos, estuvo hospitalizado una semana. Cuando llegó la ambulancia, el ruido de la sirena fue estremecedor. El miedo, más que el virus, se instaló alrededor. Y a los pocos días, el Ministerio de Salud envió una brigada de paramédicos a hacernos la prueba. Dimos negativo.

Desde el inicio de la pandemia, no hubo una semana en la que algún amigo, o una persona cercana o conocida no muriera. La primera, mi amiga Sole, se quedó esperando, como todos los que vendrían después, que la cuarentena pasara, para poder ser velada. Con el tiempo he asistido a misas de honras virtuales, pero también a bodas. Los casos positivos son cada vez más y más cercanos. Mi niño y yo seguimos sin contagiarnos, aunque ya sumamos tres exámenes por síntomas que, al final, no fueron COVID.

Cuando escribo esto recuerdo, sobre todo, las primeras semanas. Desde el inicio, por información científica no difundida públicamente, supe que mínimo estaríamos encerrados dieciséis semanas. Así fue. Y en esas semanas hubo mucho dolor, indignación, desconcierto y angustia. La corrupción, la falta de atención médica, la insensibilidad gubernamental, y el exceso de trabajo fueron la tónica. Ahora, no conozco a nadie que no esté sobrepasado por las jornadas laborales extenuantes frente a la pantalla de un computador, o por las llamadas fuera de horario.

Los que más han sufrido las consecuencias de este abuso han sido los niños. Se los ha llamado a “no molestar” mientras los padres trabajan, cuando, en realidad, su espacio vital fue invadido por dinámicas y lógicas distintas a su doméstica normalidad. No ha existido un mínimo de consideración y respeto, mucho menos de reflexión, solo se quiere que en lo posible todo siga igual, como si así nos pudiéramos olvidar que lo cotidiano cambió de un momento a otro. La presión de los padres se traslada a la escuela: se exige desde el regreso a las aulas hasta más horas de conexión a clases virtuales. Se cuestiona la labor de los profesores y se olvida que ellos también tienen familias. Vivimos la ausencia de sentido común, de básica empatía, de respeto a los derechos laborales y a los de la infancia por ser sector prioritario. ¡Cuánta falta hacen los sindicatos o las asociaciones de empleados! ¡Cuánto daño nos ha hecho la ausencia de debate sobre nuestros derechos!

El sistema sigue inclemente su habitual forma de ser. Ya lo retrató Eduardo Galeano en sus Días y noches de amor y de guerra: “El sistema que programa la computadora que alarma al banquero que alerta al embajador que cena con el general que emplaza al presidente que intima al ministro que amenaza al director general que humilla al gerente que grita al jefe que prepotea al empleado que desprecia al obrero que maltrata a la mujer que golpea al hijo que patea al perro”. En tiempos de pandemia, los banqueros presionan a todos: desde el gobierno hasta los obreros para que cumplan y paguen sus cuotas, y quienes quedan al final de la cadena, son los niños ahora más conectados que nunca. Mientras tanto, en el ambiente pululan los eslóganes que hablan de “sembrar el futuro”. La maternidad y la crianza son, sin dudas, temas profundamente políticos. Ese ha sido mi manifiesto desde hace años. Y cada día obtiene más argumentos, convicción y fuerza. La pandemia me ha dado, además, más elementos de juicio.

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