¿Por qué mi hijo no me hace caso? ¿Cómo hago para que coma? ¿Qué técnica uso para que duerma toda la noche? ¿Qué hago para que no se meta papel a la boca, para que no se moje, no se ensucie, para que hable, para que no lance cosas, para que no le jale la cola al gato? La lista de cosas que queremos que hagan o no hagan los niños es larga. La frustración de no lograr nuestro cometido es enorme. Y sí, una y otra vez, se repiten las mismas preguntas resumen: ¿qué estoy haciendo mal? ¿cómo logro que mi hijo haga lo que yo quiero?
La última pregunta tiene la clave: queremos que los niños hagan lo que les decimos, lo que queremos pero ellos hacen todo lo contrario y, si no, se echan a llorar. ¿Qué hacer? Entender que nadie, ni nuestros hijos, puede cumplir nuestros deseos. Debemos aceptar que los niños también tienen voluntad y libertad de elección. Y, finalmente, admitir que en el fondo lo que nos anima es un afán por controlarlo todo: queremos dirigir a nuestros hijos tanto como queremos que nada se interponga en nuestra planificación diaria, que todo salga como nos lo imaginamos. Pero eso no es real. En los hechos, no tenemos control sobre nada más que sobre nuestra reacción ante la eventualidad. Eso nos atormenta. Sin embargo, cuando reconocemos que no tenemos control de nada externo y comenzamos a trabajar en nuestro universo interno, todo empieza a fluir.
La clave está en aceptar que al despertar todo puede suceder pero lo que hará la diferencia es la manera en que lo gestiono: si no me enojo ante el tráfico (algo que puede pasar hasta en las ciudades mejor organizadas) y aprovecho para hacer llamadas pendientes; si acepto que el otro va a decir, actuar y pensar de su particular manera porque simplemente es otro, entonces podré escuchar con distancia y sin involucrarme emocionalmente para no caer en un carrusel dramático; si soy protagonista de un accidente tengo la posibilidad de optar por ser impulsivo (gritar y salir corriendo) o mantener la serenidad y neutralidad (lo cual me vuelve más asertivo). En nuestros años de vida, casi nada de lo que planeamos salió exactamente como lo habíamos pensado. Esa es la vida y nos podemos ahorrar un montón de sufrimiento si partimos de esa verdad, con lo cual nos concentramos en lo que importa: trabajar en nuestro crecimiento personal. ¿Qué tiene que ver esto con la crianza y con los hijos? Mucho.
Creemos que los bebés no tienen capacidad de hacer nada. Cuando nacen, necesitan mucho de nosotros: afecto, contención, seguridad, empatía, alimento, aseo, que los llevemos de un lado al otro. Pero su organismo determina cuándo sienten hambre o sueño, nosotros no podemos hacerles horarios por más que queramos (eso se logra con el paso del tiempo). Durante sus primeros meses de vida ven el mundo desde nuestros brazos y es fácil creer que vamos a poder actuar sobre ellos siempre pero, poco a poco, a un ritmo bastante acelerado esos bebés aprenden muchísimo: a moverse, gatear, agarrar, comer por sí mismos, caminar, hablar. Eso les deja claro que pueden lograr todo lo que se proponen. Entonces, comienzan a experimentar, a descubrir el mundo, y lo quieren hacer sin ayuda. Ahí es cuando nosotros entramos en crisis porque ya no podemos controlar a esos pequeños. Su voluntad es más grande. Al final, si nos imponemos con desesperación, castigos, chantajes o manipulaciones generamos el miedo suficiente para crear un ser sumiso y atemorizado, que llora desconsolado en cuanto tiene oportunidad.
Lo importante es entender qué pasa con esos pequeños, reconocer sus estados de desarrollo, darnos cuenta que es normal que quieran jugar con agua o con tierra, que prefieran un alimento a otro, que su ánimo por investigar parece infinito. Asimismo debemos aceptar que es normal que los niños no duerman toda la noche, más si están enfermos; que comen a un ritmo más lento y disfrutan de diferente forma de los alimentos; que si no pasamos tiempo con ellos, nos extrañan y van a llorar cuando nos vuelvan a ver porque esa es su forma de decirlo; que necesitan mucha atención, paciencia y tiempo de dedicación; que están aprendiendo y aprenden más del ensayo y el error.
La clave está en nuestra reacción, en convertirla en acción: vale más crear estrategias inteligentes para canalizar la energía y la curiosidad de nuestros hijos que escribir un largo tratado de exigencias y prohibiciones o mostrarles continuamente nuestro enfado o hastío. Lo más importante está en escoger y pensar nuestras palabras, en no dejar que sean una descarga de miedo y malhumor, que encarnen comprensión. El silencio respetuoso también es válido. Y, finalmente, debemos admitir que no tenemos control de nada ni nadie, solo de nosotros mismos y de nuestras reacciones. Ese autocontrol, además, nos permitirá criar niños emocionalmente sanos. La tarea siempre está en nuestro lado. Por eso, los hijos son transformadores, pueden –si se los permitimos, si fluimos en armonía con ellos- ejercer un cambio profundo en nosotros.
Gracias por suscribirte, seguirnos en redes, compartir, comentar y darle me gusta.
Otras entradas sobre las rabietas: Callar, amar y recibir, El berrinche de mamá