
La primera vez que fui a terapia, mi analista muy pronto me dijo que yo tenía todo el perfil de una niña huérfana. Me llevó un tiempo entender la magnitud, el significado, de sus palabras. No solo era un sentimiento de orfandad o abandono con el cual –de una u otra manera- todos lidiamos, era algo más: era una realidad, parte de mi historia personal. Hasta entonces, no había reparado que, aunque mis papás estaban ahí, eran emocionalmente inexistentes la mayor parte del tiempo. Además, hubo también abandonos físicos: siendo adolescente me dejaron viviendo sola (a cuidado de adultos no disponibles, pero que atendían mis necesidades de techo y alimento) en dos ocasiones: la primera a los catorce años (cursé sola todo el año lectivo y fue uno de los años en que mejores notas tuve, porque sin necesidad de cumplir demandas ajenas me dediqué a leer mucho y me volví cinéfila), y luego a los diecisiete (esta vez a cargo, además, de mis dos hermanos que entonces tenían cinco y dos años, y que hizo que asumiera una suerte de maternidad precoz siguiendo -por instinto y responsabilidad- manuales clásicos de educación). Hubo en esas historias una coincidencia con mi terapeuta: ella fue dejada por sus papás en otro país para que terminara el colegio. ¿Cómo fue posible que tomarán una decisión así? Son tantas las respuestas racionales, pero las emocionales se hacen heridas que hay que sanar, tarde o temprano. Esos paralelismos en nuestras historias nos volvieron amigas y tuvimos que suspender el psicoanálisis.
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